«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

lunes, 11 de febrero de 2013

Sede vacante: ¿Y ahora qué?


La renuncia presentada por Benedicto XVI, despertará necesariamente el interés por las cuestiones relacionadas con la sucesión y elección pontificia.

Se denomina como período de sede vacante el tiempo que transcurre entre el momento en que se produce la vacante en la Sede romana y la elección del siguiente Papa. En este caso la Sede quedará vacante el próximo 28 de febrero por renuncia que no necesita ser confirmada ni puede ser inducida por nadie: «Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie» (CIC, c. 332 § 2).

No debemos olvidar que la actual disciplina es resultado de una larga evolución histórica que, a lo largo de los siglos, ha buscado mantener la elección papal al margen de las disputas internas y presiones externas que tantas veces se han producido y, es previsible, que seguirán ocurriendo.

En realidad, no podemos olvidar que estamos ante la designación de un Obispo, en este caso el Obispo de Roma, el sucesor de Pedro, titular de una potestad de magisterio, ministerio y jurisdicción que se extiende sobre el conjunto de la Iglesia Universal. Por eso, si bien en los primeros siglos se seguía un procedimiento similar al del resto de las diócesis, con el paso del tiempo se llegará a la introducción de un sistema específico, propio en exclusiva de la elección papal.

La época romano-cristiana y medieval
Pensar que las presiones y las elecciones papales controvertidas son propias de una determinada época histórica y fruto de un excesivo compromiso temporal por parte de la Iglesia es una idea equivocada. En realidad, desde los primeros siglos, en plena época de las persecuciones encontramos episodios que dieron lugar a cismas y a la aparición de los primeros antipapas, como es el caso de Hipólito de Roma (170-235) y Novaciano (s.III).

Pero también es cierto que, en los siglos siguientes, la creciente importancia religiosa y temporal del Pontificado hizo que cada vez fuera mayor el interés de la autoridad civil en la elección pontificia. En esta época existía un complejo “cuerpo electoral” formado por presbíteros, diáconos, clero, nobles, pueblo... Además, el emperador ejercía el derecho de confirmación del papa electo.

Con el paso del tiempo se llegó a una situación en la que la elección pontificia oscilaba entre dos extremos: la directa intervención de la autoridad imperial o el abandono en manos de clanes familiares de la nobleza feudal. Por eso, al plantearse la reforma gregoriana como un movimiento de reforma, purificación y búsqueda de autenticidad en la Iglesia, necesariamente hubo que comenzar por obtener las indispensables garantías a la hora de designar al Romano Pontífice.

La importante intervención de los cardenales
Muchos lectores se preguntan qué son exactamente los cardenales y cuál es su papel en la vida de la Iglesia. Algunos piensan, equivocadamente, que pertenecen a la jerarquía de la Iglesia cuando, en realidad son cualificados consejeros y colaboradores del Romano Pontífice a quien, históricamente, han ayudado en el gobierno de la Iglesia romana y en el ejercicio de la solicitud por toda la Iglesia. El actual Código de Derecho Canónico los describe así:
«Los Cardenales de la santa Iglesia Romana constituyen un Colegio peculiar, al que compete proveer a la elección del Romano Pontífice, según la norma del derecho peculiar; asimismo, los Cardenales asisten al Romano Pontífice, tanto colegialmente, cuando son convocados para tratar juntos cuestiones de más importancia, como personalmente, mediante los distintos oficios que desempeñan, ayudando sobre todo al Papa en su gobierno cotidiano de la Iglesia universal» (c. 349).
Precisamente es en la Edad Media cuando el colegio cardenalicio se configura en una estructura muy parecida a la actual (aunque eran mucho menos numerosos) y se convierten de modo exclusivo en los responsables de la elección del Papa por un decreto de Nicolás II (1059). El concilio I de Letrán determina que la mayoría requerida sea de dos tercios de los cardenales integrantes del colegio electoral. Como muchas veces tardaba mucho en alcanzarse la mayoría requerida y se prolongaban los tiempos de sede vacante, Gregorio X en el concilio de Lyon de 1274 impuso el sistema del cónclave basado en el régimen de aislamiento absoluto y la progresiva limitación de la ración alimenticia.
 
La práctica actual
Las últimas reformas introducidas en la regulación de la elección pontificia fueron debidas a Pablo VI y Juan Pablo II. El primero, excluyó de la participación en el cónclave a los cardenales mayores de 80 años y precisó el número de electores en una cifra que no debía ser superior a 120. Juan Pablo II, en la constitución Universi Dominici Gregis (UDC) del 22 de febrero de 1996, aun conservando en lo sustancial la normativa anterior, realizó algunas importantes correcciones. En dicha constitución se precisan numerosas cuestiones relacionadas con el Cónclave, quiénes tienen derecho a elegir al nuevo Papa (arts. 33-40), el lugar de la elección y las personas admitidas en razón de su cargo (arts. 41-48) así como la manera de proceder a la elección (arts. 49-77).

Con fecha 11 de junio de 2007, Benedicto XVI estableció en una Carta Apostólica dada en forma de Motu proprio sobre algunos cambios en las normas sobre la elección del Romano Pontífice que, si después de 24 escrutinios los Cardenales no consiguen ponerse de acuerdo sobre el Cardenal elegido, deberán escoger entre los dos Cardenales que hayan obtenido más votos en la última votación, exigiéndose también en este caso la mayoría cualificada de dos tercios de los votantes. De esta manera se restablece la norma sancionada por la tradición, según la cual no se considera válidamente elegido el Romano Pontífice si no obtiene dos terceras partes de los votos de los Cardenales electores.

La legislación canónica no impone requisitos para ser elegido Papa: por lo tanto, se deben considerar los propios del derecho divino para ser Obispo, es decir, ser varón bautizado en la Iglesia Católica con pleno uso de razón. En la práctica, sin embargo, desde hace muchos siglos el elegido ha sido siempre Cardenal.

El documento citado de Juan Pablo II también es importante a la hora de fijar la situación de la Iglesia durante el período que dura la sede vacante y en el que rige el principio “nihil innovetur” (que no se innove nada). El gobierno de la Iglesia queda confiado al Colegio de los Cardenales solamente para el despacho de los asuntos ordinarios o de los inaplazables y para la preparación de todo lo necesario para la elección del nuevo Pontífice. El artículo 1 de UDC precisa:
«Mientras está vacante la Sede Apostólica, el Colegio de los Cardenales no tiene ninguna potestad o jurisdicción sobre las cuestiones que corresponden al Sumo Pontífice en vida o en el ejercicio de las funciones de su misión; todas estas cuestiones deben quedar reservadas exclusivamente al futuro Pontífice. Declaro, por lo tanto, inválido y nulo cualquier acto de potestad o de jurisdicción correspondiente al Romano Pontífice mientras vive o en el ejercicio de las funciones de su misión, que el Colegio mismo de los Cardenales decidiese ejercer, si no es en la medida expresamente consentida en esta Constitución».
El proceso de elección de un nuevo pontífice termina cuando se produce la aceptación, proclamación e inicio del ministerio del nuevo Pontífice (arts. 87-92). Unos días después de la elección, el nuevo Papa celebra una Misa de inauguración del pontificado. Hasta fechas no muy lejanas el nuevo Papa era coronado con la tiara pontificia en esta Misa. Desde Juan Pablo I (1978) el acto central ha sido la imposición del Palio arzobispal.