«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

sábado, 10 de noviembre de 2012

Católicos tradicionales: el gueto y el palacio



Ahora resulta que un Cardenal celebra la Misa en el Vaticano para un grupo de peregrinos vinculados a la Comisión Ecclesia Dei, les leen un mensaje de la Secretaría de Estado en el que se recuerda el carácter inapelable del Concilio Vaticano Segundo y de las reformas emprendidas a su sombra, y la Tradición Católica empieza a salir del gueto

El término se empleó, originalmente, para indicar los barrios en los cuales unos determinados grupos sociales eran obligados a vivir y a permanecer confinados durante la noche. En ese sentido figurado cabría aplicarlo, pues, a un catolicismo (el denominado tradicionalista) que habría adoptado –al parecer voluntariamente– un tono aislado y excluyente.

Análisis de este tipo permiten constatar, una vez más, que los observadores radicados en España se caracterizan por desconocer, en su conjunto, el combate por la Tradición sostenido desde el último Concilio por numerosas instancias del catolicismo mundial.

Dicho combate, en el que la aportación española ha sido muy digna pero escasa, se caracteriza por unas circunstancias históricas concretas que han permitido que la Liturgia Tradicional acabe obteniendo un tímido reconocimiento de su derecho a la existencia sin haber quedado convertida en puro recuerdo de Arqueología Sacra. ¿Es a eso a lo que se llama gueto?

1. Si la Tradición vive en un gueto es porque a esa situación viene reducida desde instancias oficiales que impiden a sacerdotes y fieles gozar de verdadera libertad para ejercer el derecho a celebrar y participar en la Liturgia de acuerdo con las prescripciones anteriores a la reforma litúrgica posconciliar.

Pero no parece ser este el sentido en que se habla de gueto. Probablemente el concepto y el término despectivo hay que ponerlo en relación con las dificultades canónicas que experimenta la Hermandad Sacerdotal de San Pío X y con un deseo, quizá bien intencionado pero desorientado, de marcar distancias para no incurrir en el desagrado de las instancias de las que depende la aplicación efectiva del Motu Proprio Summorum Pontificum.

Al actuar así, se pone de manifiesto un clamoroso fallo de estrategia porque se olvida que las recientes concesiones romanas son la respuesta a la resistencia protagonizada en el entorno de dicha Hermandad frente a la forma real en que se procedió a imponer la reforma litúrgica y a las consecuencias desastrosas que eso trajo para la vida de la Iglesia.

Conviene recordar que Pablo VI acudía a la propia fuerza de su autoridad para obligar al acatamiento de las novedades que se deseaba implantar: “La adopción del nuevo Ordo Missae no se deja para nada a la libre decisión de los sacerdotes o fieles […] El nuevo Ordo Missae ha sido promulgado para tomar el lugar del antiguo rito, después de una madura deliberación, para llevar a cabo las decisiones del Concilio” (24 de mayo de 1976). Y son sobradamente conocidas sus palabras a Jean Guitton al negarse a hacer cualquier tipo de concesión favorable a la Liturgia romana previa a la reforma: “¡Eso nunca! (…) Esa Misa, llamada de San Pío V, como se la ve en Écône, se está convirtiendo en el símbolo de la condena del Concilio. Ahora bien, bajo ningún pretexto permitiré que se condene al Concilio por medio de un símbolo. Si aceptáramos esa excepción, se tambalearía todo el Concilio y, por la vía de la consecuencia, la autoridad apostólica del Concilio” (Jean GUITTON, Paul VI secret, pp. 158-159).

En efecto, con anterioridad a 1988 siempre se negaron desde Roma a reconocer comunidades en las que se celebrara la Liturgia Tradicional. La propia historia de la Hermandadde San Pío X es el resultado de todas estas negativas pues, desde 1969, Roma nunca autorizó la celebración de la Misa Tradicional hasta el tristemente célebre indulto de 1984, y entonces en condiciones leoninas.

Prohibición, por cierto, contra todo derecho, por puro abuso de poder pues ahora en Summorum Pontificum el propio Benedicto XVI ha reconocido explícitamente “que no se ha abrogado nunca como forma extraordinaria” el Misal Romano promulgado por Juan XXIII en 1962.

Creo que no se ha reflexionado seriamente sobre la gravedad de la situación ahora reconocida por primera vez. Esto es, la existencia hasta 2007 de un vacío legal en una materia de importancia trascendental para la vida de la Iglesia como es la celebración de la SantaMisa. Cualquier valoración de la persona y obra de Monseñor Lefebvre no puede perder de vista que el nuevo Misal se impuso por métodos coactivos, sin regulación canónica y sin prestar ninguna atención a las voces de protesta que aquí y allá se alzaron.

El Motu Proprio Summorum Pontificum lleva a cabo por primera vez dicha regulación, casi a los cuarenta años de la implantación del nuevo Ordo Missae, aunque en unos términos difícilmente aceptables (forma ordinaria y extraordinaria de un mismo rito). Pero, una regulación que —en vista de la manera en que se han desarrollado los hechos— es razonable pensar que nunca se hubiera producido a no ser por la rectificación introducida en la atención prestada desde Roma a este asunto a partir de las ordenaciones episcopales de 1988.

No hacen falta muchas luces para reconocer que son unas circunstancias excepcionales las que explican la adopción de medidas no menos excepcionales como lo fue la “operación supervivencia” de la Tradición diseñada por Mons. Lefebvre.

2. Centrándonos, ahora sí, en ésta personalidad, no es de recibo que continuamente se estén recordando las sanciones canónicas de las que fue objeto, sin la más mínima referencia al contexto histórico en que aquéllas se produjeron. La Iglesia postconciliar se ha caracterizado por una lenidad a cuyo amparo han crecido tantas conductas deplorables y delictivas que ahora se lamentan histérica e inútilmente. Únicamente se ha aplicado “todo el peso de la ley” sobre los hombres de la Tradición y sus obras.

Y esto no solamente por la vía expeditiva de la declaración de excomunión latae sententiae, sin ninguna atención en comprobar si se había producido delito que la justificase o si eran aplicables a las ordenaciones de 1988 las razones que, en otros casos, llevan a no declarar la pena. Antes de llegar a esa situación, el arzobispo Lefebvre, los sacerdotes de la Hermandad y su obra fueron objeto de suspensiones y supresiones de las que él mismo dijo, con toda justicia como puede comprobar cualquiera que siga el iter de los acontecimientos: “fuimos condenados sin juicio, sin podernos defender, sin monición, sin escrito y sin apelación” (Carta abierta a los católicos perplejos, cap. II). Medidas similares a las tomadas con la Hermandad desde sus mismos orígenes, no se han adoptado con organizaciones seriamente cuestionadas por sus comportamientos sectarios, sus contactos con las élites político-financieras o la conducta de su fundador y responsables.

Muchos pueden deplorar las medidas extremas tomadas por Monseñor Lefebvre en lo que se denominó “Operación salvamento de la Tradición” pero no cabe silenciar que dichas soluciones se adoptaron en un proceso de crisis de la Iglesia difícilmente equiparable al de cualquier otro período de su historia.

En dicho contexto, el combate por la Misa Católica es inseparable del combate por la sana doctrina. Es la única respuesta posible ante la crisis sin precedentes que sigue sacudiendo a la Iglesia y que la ha postrado en la situación que a veces se ha deplorado desde las propias instancias oficiales: crisis en las vocaciones, en la práctica religiosa, en la doctrina, en la liturgia y los sacramentos… Basta recordar referencias sobradamente conocidas como, el humo de Satanás denunciado por Pablo VI o el estado de apostasía silenciosa que, para Juan Pablo II, caracterizaba al catolicismo en Europa.
* * *
A veces, para camuflar el fracaso de la Iglesia posconciliar se nos dice que tenemos que conformarnos con ser una minoría.

Si hoy es posible pensar en cierta libertad para la Misa de siempre, es porque durante muchos años ha habido pastores y fieles que nos han demostrado lo que significa ser no un gueto, sino una minoría inasequible al desaliento, anclada firmemente en la verdad, capaz de llamar a las cosas por su nombre, de no admitir lo que no es lícito, de juzgar las cosas por lo que son realmente y no por lo que parecen o por lo que dicen los demás, por mucha autoridad de que parezcan revestidos.
Por el contrario, a los tradicionalistas de salón que abandonan el gueto y son admitidos en el palacio no les espera otro papel que a aquellos cortesanos que no se atrevían a decirle al Rey que iba desnudo. Por eso les dejan salir del gueto, porque al negarse a ser minoritarios, se han convertido en irrelevantes.

Que son dos cosas muy distintas.