“Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios [...] Viene a salvaros” (Is 35, 4). La primera lectura es una profecía mesiánica que, si infundía confianza en sus primeros destinatarios, más aún en nosotros que hemos conocido su cumplimento en la verdadera y definitiva salvación, realizada por Jesucristo.
En el Evangelio (Mt 11, 2-11), Jesús, respondiendo a la pregunta de los discípulos de Juan Bautista, se aplica a sí mismo lo que había afirmado Isaías: Él es el Mesías esperado: “los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la buena nueva” (vv. 4-5).
La razón profunda de la alegría de que hoy nos habla la Liturgia es que en Cristo se cumplió el tiempo de la espera y Dios realizó finalmente la salvación que había anunciado a nuestros primeros padres después del pecado original, cuando les prometió “un Salvador (el Mesías), que había de venir a librar al género humano de la servidumbre del demonio y del pecado y a merecerles la gloria. Esta promesa la fue Dios repitiendo en lo sucesivo otras muchas veces a los Patriarcas y, por medio de los Profetas, al pueblo hebreo” (Catecismo de San Pío X).
Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel, este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones: “en vuestro poder está el alcanzarlo; porque todo hombre que sea justificado por la fe y la gracia de Jesucristo y que esté adornado con las virtudes, puede alcanzar el reino de los cielos” (San Cirilo, in Cat graec. Patr.). Por el reino de Dios “comienza y acaba toda la predicación del Evangelio. Porque por él empezó San Juan Bautista a exhortar a penitencia, diciendo: "Haced penitencia, porque se acerca el Reino de los cielos", Y el Salvador del linaje humano por ahí también dio principio a su predicación… Después mandó a sus Apóstoles predicar este mismo Reino” (Catecismo Romano).
“Ya está el Reino de Dios en medio de vosotros” (Lc, 17, 21) Por reino de Dios entendemos un triple reino espiritual: el reino de Dios en nosotros, que es la gracia; el reino de Dios en la tierra, que es la Iglesia Católica, y el reino de Dios en el cielo, que es la bienaventuranza.
Con las palabras venga a nosotros tu reino pedimos en el Padre nuestro, en orden a la gloria, ser un día admitidos en la bienaventuranza, para la que hemos sido creados y donde seremos cumplidamente felices.
Para entrar en este Reino [de la Gloria] es preciso fundar antes el Reino de la gracia, porque no es posible que reine en uno la gloria de Dios si antes no reinó en él su gracia, que es un manantial de agua que mana hasta la vida eterna (Jn. 4 14; 3 5.). En ese Reino nos mantendremos firmes e inmutables, sin poder pecar ni perder a Dios, mientras que en esta vida el Reino de la gracia puede ser perdido; allí toda nuestra flaqueza se convertirá en fortaleza; Dios mismo reinará en nuestra alma y en nuestro cuerpo para siempre (Catecismo Romano).“Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor” (2ª Lectura, St 5, 7). El Adviento nos invita a la alegría, pero, al mismo tiempo, a esperar con paciencia la venida. Nos invita a no desalentarnos, superando las adversidades con la certeza de que el Señor no tardará en venir.
Por tanto, avancemos con alegría y generosidad hacia la Navidad. Y, para ello, hagamos nuestro el ejemplo de la Virgen María, que pronunció su fiat a la Encarnación, esperó en oración y en silencio al Redentor y preparó con cuidado su nacimiento.
Publicado en Tradición Digital