Monumento al Sgdo.Corazón en el Cerro de los Ángeles: profanado y dinamitado |
Durante muchos años, los mártires fueron silenciados. Era cuando, en el pontificado de Pablo VI, se paralizaron los procesos de beatificación, circunstancia que dio paso a su reapertura a partir de la década de los ochenta del pasado siglo, pero al coste de prescindir de las más íntimas raíces de la persecución religiosa y la Cruzada. En el silencio de los años sesenta y setenta hubo mucho de olvido y desamor: ¿Cómo iban a hablar de los mártires de España tantos que se estaban dejando seducir por el señuelo del liberalismo, el socialismo y el comunismo, los derrotados en 1939? ¿O aquéllos que querían abatir el régimen político entonces vigente en España silenciando una de las más hondas y sinceras justificaciones del estado de cosas a que habían llegado las relaciones Iglesia-Estado en la España de Franco?
En nuestros días, a la herencia de todo lo anterior, se añade que estorba el recuerdo de los mártires a una mentalidad pseudo-religiosa y civil que ha hecho suyas las máximas del democratismo y que, con violencia y distorsión de la historia, ha identificado al bando ahora llamado republicano con los adalides de la libertad y la democracia.
Pero son los propios hechos históricos, los que impiden sostener esta interpretación interesada. Recordemos uno de ellos.
Una tarde de agosto de 1936 un avión había logrado situarse a escasa altura sobre el patio central del Alcázar de Toledo y dejado caer con éxito un saco de víveres y un mensaje alentador. En la fortaleza resistían desde el 19 de julio unos centenares de hombres acompañados por sus familiares. En cambio, un intento de la aviación enviada por los sitiadores para bombardear el Alcázar tuvo fatales resultados para los propios atacantes que sufrieron numerosas bajas al caer las bombas extramuros del objetivo. Aquella misma noche era asaltada la cárcel y sacaron a fusilar unos setenta u ochenta presos, entre ellos el joven Luis Moscardó, hijo del defensor del Alcázar y el prestigioso Deán de la catedral primada, don José Polo Benito. Este último fue uno de los 498 beatificados en Roma el 28 de octubre de 2007, más de setenta años después.
Polo Benito es todo un símbolo del clero español que sufrió la persecución religiosa desencadenada por la Segunda República y el Frente Popular. Nació en Salamanca en 1879. Se formó en el seminario de la ciudad y allí se ordenó en 1904. A partir de 1911 trabajó activamente por la comarca extremeña de Las Hurdes, donde desempeñó una importante labor previa a la célebre visita de Alfonso XIII a la zona. En su propio hogar estableció unas cocinas de caridad, con las que socorría a cientos de familias necesitadas. En 1923 fue nombrado Deán de la catedral de Toledo. Hombre al mismo tiempo de letras y de piedad intensa, el martirio no fue sino la coronación de toda una vida.
Al Coronel Moscardó le habían amenazado con fusilar a su hijo si no entregaba el Alcázar. Su respuesta no pudo ser más elocuente. En España se volvía a luchar con acentos de Cruzada y, como en tiempos de la Reconquista seguía vivo el espíritu de Guzmán el Bueno. Junto a Polo Benito, Luis Moscardó cayó bajo el plomo en la Puerta de Cambrón.
Decir que aquellos mártires no tienen nada que ver con la Guerra Civil, ni con los Caídos de un bando ni con la España de Franco, a mí me suena a cobardía o a “lavado de cara”.
Por eso hay que evocar la historia tal y como fue. Porque, al mismo tiempo que Moscardó cumplía el último deseo de su padre: morir encomendando su alma a Dios y a los gritos de “¡Viva Cristo Rey!” y “¡Viva España!”; al tiempo que Polo Benito y sus compañeros de martirio subían al cielo, en el Alcázar un puñado de hombres, sostenidos por el mismo ideal, recibían la consigna que tantas veces les repitió Antonio Rivera Ramírez, el Angel del Alcázar, secretario diocesano de los jóvenes de Acción Católica, muerto como consecuencia de las heridas recibidas en el asedio y también en proceso de beatificación: “Tirad, pero tirad sin odio”.
El pueblo español dio sentido de Cruzada a la guerra, sobre todo, a medida que llegaban las noticias de lo que estaba ocurriendo en zona roja y que era continuidad de lo que se venía sufriendo desde 1931: ardían las iglesias, y ahora se asesinaba por miles a los sacerdotes y a los católicos practicantes. Además, lo religioso no se limitó en la Guerra de España al terreno de lo puramente personal e individual, sino que se asumió como orientación católica de la vida en todos sus aspectos, también el social y político.
Y, por eso, la Jerarquía eclesiástica empezó a manifestarse en apoyo de los sublevados con documentos como la Carta pastoral de los obispos de Vitoria y de Pamplona (6-agosto-1936) y Las dos Ciudades (30-septiembre-1936) del Obispo de Salamanca Pla y Deniel… hasta desembocar en la Carta Colectiva del Episcopado español, fruto granado de la capacidad de iniciativa del cardenal Gomá. Y todo ello a pesar de la influencia ejercida sobre el Vaticano para que se desautorizara a los alzados y el conflicto desembocara en un final más acorde con las tesis maritenianas que con el ideal de la vieja Cristiandad.
Como en tantas otras ocasiones, la paz vino después de la guerra. El fin de la persecución religiosa tenía lugar a medida que cada rincón de España era liberado por los Ejércitos de Franco y no acabó definitivamente hasta la Victoria del 1 de abril de 1939. Silenciarlo es un nuevo secuestro de la memoria de los mártires ya que se pretende ocultar que otros muchos dieron su vida en las trincheras para poner fin a aquella situación y que también en los frentes se luchaba y se moría por Dios y por España.
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