La piedad y religiosidad con la que una buena parte de España celebra todavía la Semana Santa, contrasta con las agresiones que la Fe católica viene sufriendo en nuestra Patria. En especial desde que, con la Constitución de 1978 y sus consecuencias, tuvo lugar la implantación de un modelo político carente de cualquier referencia moral que, en la práctica ha degenerado en verdadero laicismo. La situación se ha deteriorado aún más por la cómoda instalación de las instancias oficiales de la Iglesia que apenas pasan de la denuncia formal y verbal de algunos excesos.
Evocamos hechos como las actuaciones del poder público durante el zapaterismo; o la falta absoluta de voluntad efectiva y consecuente por parte del Partido Popular para rectificar la demolición promovida desde la legislación por anteriores gobiernos. O episodios de trágica reiteración como las blasfemias en público, las profanaciones y los reiterados ataques a la religión católica desde medios de comunicación e instancias político-culturales.
Aunque el fenómeno tiene un perfil específico, que es la falta de tono en la reacción de los católicos, no es la primera vez que situaciones similares se dan en España. La íntima relación religión-sociedad no es algo impuesto artificialmente sino hondamente radicado en la entraña de cualquier comunidad, y el intento de provocar la ruptura, de desarraigar lo religioso será siempre un fenómeno conflictivo en todos los lugares donde la revolución moderna pretenda aplicar sus criterios. Y necesariamente desestabilizador y traumático en aquellas ocasiones en que logre alcanzar su objetivo. La historia española ha estado atravesada en los siglos XIX y XX por esta importante fuente de inestabilidad y desequilibrio.
En varios momentos de nuestro pasado como la revolución liberal y la Segunda República la situación de hecho de la Iglesia y los católicos fue de acoso y persecución abierta. La agresión se reitera hoy porque las ideologías, entonces desafiantes y hoy dominantes, coinciden en despojar al fundamento religioso católico de toda consecuencia en la organización y criterios de la sociedad para relegarlo a la intimidad de las conciencias, e incluso, acosarlo y perseguirlo en este ámbito.
La experiencia demuestra que la respuesta al laicismo nunca será eficaz desde la propuesta de una “autonomía” de las realidades temporales, de la separación Iglesia-Estado, o de la presunta neutralidad de este último. Los principios de la Moral Católica y el Reinado Social de Jesucristo son la única referencia capaz de asentar sobre bases sólidas la verdadera política que busca el bien común, mucho más allá de las visiones parciales propuestas por ideologías como el socialismo o el liberalismo.
La única alternativa posible a la persecución religiosa es la re-cristianización. No habrá verdaderamente "Nueva Evangelización" si ésta no supone el reconocimiento de lo que el pensamiento tradicional español llama ortodoxia pública. Y mucho nos tememos que los recientes reclamos de los más altos magisterios silencian la necesidad de establecer un régimen político «que afirma un contenido de principios, verdades o valores de carácter superior e inmutable como base de su convivencia moral y de sus leyes» (en formulación de Rafael Gambra) o «la implantación de los Mandamientos de Cristo como ley para la vida social» en expresión, aún más acerada, de Elías de Tejada.
O, dicho de otro modo, la única alternativa es poner en práctica el atractivo programa que se describe con estas palabras en la Sagrada Escritura:
«Levantemos a nuestro pueblo de la ruina y luchemos por nuestro pueblo y por el Lugar Santo» (1Mac 3, 43).