El Consejo General del Poder Judicial ha dejado sin efecto el expediente iniciado por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña contra el juez de lo contencioso-administrativo de Lérida apercibiéndole por tener un crucifijo en la sala de vistas. La noticia apenas se puede considerar una tregua y difícilmente puede ser visto como una victoria teniendo en cuenta las razones, puramente fácticas y positivistas, aducidas para no entrar en el fondo del asunto.
Cada vez que se habla de quitar los crucifijos de lugares públicos o de suprimir símbolos religiosos hay que reconocer que quienes promueven estas blasfemias demuestran coherencia para el error. Mucha más que aquellos otros -a veces denominados conservadores- que, en el fondo, comparten los principios en los que se inspiran dichas iniciativas aunque, a veces, se rasgan las vestiduras condenando sus consecuencias sin llegar a cuestionar el sistema que las ampara. Para estos últimos, el crucifijo es poco más que un signo cultural; no dice nada, no impone nada. Por eso piensan que puede estar sin problemas en instituciones como las escuelas, los ayuntamientos o los juzgados, instituciones que han abandonado hasta las más elementales referencias de lo que representan los valores de una sociedad sana. Sitios en los que igual se adoctrina para la ciudadanía que se practica la mal llamada educación sexual o se gestiona la corrupción económica y moral.
Es aleccionador que el argumento para mantener la imagen de Cristo en el Juzgado de referencia haya sido que sirve como instrumento para que se pueda ejercer el derecho individual al juramento. Y el ejemplo utilizado no puede ser más nefasto: los ministros que juran ante el Señor al tiempo que se integran en Gobiernos que promueven la descristianización.
Por el contrario, a quienes promueven la retirada de los crucifijos, sí les molestan y parecen ser los más conscientes de que puede haber pocos signos más radicales que un Dios crucificado. A Él pertenecen todos los derechos y nuestro es solamente el deber de rendirle adoración. Y porque tenemos el deber de adorar a Dios, tenemos el derecho de tener nuestras familias cristianas, nuestros templos, nuestras escuelas católicas… Y lo mismo habría que decir de las restantes instituciones sociales y polítitcas.
Esto último lo proclamaban las estrofas del himno de la fiesta de Cristo Rey que proclamaban a Nuestro Señor como Rey de la familia, del Estado, y de la Ciudad terrenal y que, con toda lógica teniendo en cuenta la pseudo-teología que la inspiraba, fueron suprimidas en la desgraciada reforma litúrgica promovida por el concilio Vaticano II:
Que con honores públicos te ensalcenLa renuncia a proclamar la necesidad del Reinado Social de Cristo Rey tiene su mejor expresión en la verdadera negación de su Realeza significada por esta transformación que ha pasado casi desapercibida.
Los que tienen poder sobre la tierra;
Que el maestro y el juez te rindan culto,
Y que el arte y la ley no te desmientan.
Que las insignias de los reyes todos
Te sean para siempre dedicadas,
Y que estén sometidos a tu cetro
Los ciudadanos todos de la patria.
A nadie extrañará que una vez arruinado el universo de valores vigentes hasta no hace mucho tiempo, su lugar vaya siendo ocupado por una nueva hegemonía: la de esa mentalidad, hoy dominante, sustrato permanente de una práctica política que es, al mismo tiempo, la consecuencia y el principal motor del proceso. Al servicio de esta estrategia se ponen medios tan dispares como la democracia, la demolición del Estado nacional, la inmigración, la auto-demolición de la Iglesia, la memoria histórica, la destrucción de la familia, la desmoralización del Ejército, la educación para la ciudadanía, la cultura de la dependencia promovida por una gestión económica de los recursos dirigida por el Estado…
Siguiendo este modelo, el sistema político actualmente implantado en España se edificó sobre tres pilares levantados entre 1978 y 1985: la destrucción de la nación (autonomías), la destrucción de la familia (divorcio) y la destrucción de la vida (aborto); hoy únicamente estamos asistiendo a las últimas consecuencias del proyecto puesto en marcha por las fuerzas políticas entonces dominantes. El árbol se plantó, ahora basta recoger sus frutos y lo único que admite una mínima disputa es quién habrá de llevarse la cosecha.
Muchos se preguntan si es posible salir de esta situación. Si hay alternativa, únicamente será posible en la medida que tenga lugar la recuperación de la hegemonía en la sociedad civil. Algo que implica la lucha por la Verdad ―que no se impone por sí misma― y la capacidad de generar instrumentos coercitivos que, al amparo de la ley, actúen como freno de las tendencias disgregadoras.
Por eso es lástima que en lugar de aceptar ovinamente los hechos, los católicos españoles no reaccionemos como vaticinaba el nicaragüense Pablo Antonio Cuadra Cardenal (1912-2002), poeta católico y colaborador de la revista Acción Española en los años en que la siniestra Segunda República española (esa que añoran algunos que no la conocieron) ordenó retirar los crucifijos de las escuelas:
¡Ay Virgencita que luces,ojos de dulces miradas!
Que vieron llegar las Espadas,
que dieron paso a las Cruces.
Mira a tus Tierras Amadas!
Y si hoy nos arrancan las Cruces,
¡Brillen de nuevo las luces
del filo de las espadas!