Homilía pronunciada por el abad del monasterio de Santa Cruz, Dom Anselmo Álvarez Navarrete, el 22 de noviembre de 2008, durante la Eucaristía celebrada en la Basílica del Valle de los Caídos por el eterno descanso de José Antonio Primo de Rivera, Francisco Franco y todos los caídos por España
Este año se han abierto de nuevo las puertas de la Basílica para que en este lugar de culto y en este cementerio, se celebren los sufragios acostumbrados por el alma de Francisco Franco, de José Antonio y de todos los caídos, enterrados aquí o en cualquier otro lugar de nuestra geografía.
Este acto, de tan larga tradición, coincide este año con el cincuentenario de la fundación, en que dio comienzo la vida religiosa y los restantes fines para los que fue destinado el Valle de los Caídos: el culto en la Basílica, la oración permanente por todos los caídos y por la paz y prosperidad de España, y aquel Centro de Estudios Sociales destinado a promover el conocimiento y las soluciones para los problemas sociales endémicos de la sociedad española.
Toda la obra aquí levantada, tanto la arquitectónica como la espiritual y social, está presidida por la voluntad de reconciliación que inspiró el conjunto de esos proyectos, expresada simbólicamente en la Cruz y activamente en el mausoleo que debía acoger las víctimas de la contienda, ya que éste debía ser «el Monumento a todos los Caídos, sobre cuyo sacrificio triunfen los brazos pacificadores de la Cruz», según se declara expresamente en el Decreto/Ley fundacional.
La idea de hacer de la Cruz la referencia central de la reconciliación fue indudablemente certera. Ella ha sido el lugar donde se selló la reconciliación de Dios con los hombres, y donde todos hemos sido llamados a encontrarnos para sellarla entre nosotros mismos. No se nos ha dado otro nombre que el de Jesús ni otro signo que el de la cruz en que los hombres puedan hallar la salvación y la paz.
El grito de perdón y reconciliación que se escuchó en ella resuena hoy entre los hombres con la misma fuerza con que llegó hasta el Padre. Como nos dice la Escritura, «Él -Cristo- es nuestra paz. Él reconcilió a los hombres y a los pueblos, haciéndolos uno solo mediante la Cruz» (Ef 2, 13-16), de la que brotó el ofrecimiento hecho a todos: «paz a los que estabais lejos, paz a los que estabais cerca».
La Cruz es el apremio supremo al apaciguamiento. En ella está «el signo máximo de unidad y el vínculo de amor» ante el que los hombres pueden rendir sus diferencias y sentirse hermanos, con una fraternidad que emana de quien es el Padre común de los hombres, de Aquel que «quiso reconciliar consigo todos los seres, los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su Cruz», según la fuerte expresión de San Pablo (Col 1, 20). Nadie puede sustituir esta mediación. Como tampoco nadie puede impedir que cuando los hombres dejan de mirar a Dios se den la espalda entre sí.
La Cruz ha sido uno de los símbolos más determinantes de la nación española, como lo ha sido de todos los países de Europa, algunos de los cuales lo llevan aún en su propia bandera. En él España ha encontrado la fuente de energía e inspiración que ha sustentado sus mayores empresas, y hoy es el símbolo del Poder y de la Gracia sobre los que se apoya la esperanza de un futuro de concordia para nuestra sociedad.
El Valle ha sido ideado sobre esta columna, sobre la que se quería apoyar a España entera. Como junto a la Cruz del Calvario, a los pies de ésta se ha abierto un sepulcro en el que, entre todos, deberíamos proponernos enterrar no sólo los cuerpos muertos, sino todo lo que provocó su muerte: las injusticias, los agravios y enfrentamientos, las venganzas y las espadas. Un sepulcro que, como el de Jesús y como la misma Cruz, sea un símbolo de victoria sobre el mal y la muerte, y de triunfo de la vida, del amor y de la paz verdaderos.
Desde ella nos llega un llamamiento apremiante para que comprendamos que es la hora de la reconciliación, la hora de que los espíritus se abran definitivamente a la armonía y a la concordia, y de que todos dejemos atrás los antagonismos que levantan muros de incomprensión tantas veces irreductible, y que extenúan la vitalidad de nuestra sociedad.
A su sombra, por el contrario, puede volver a encontrarse un pueblo de hermanos que tiene en común la misma tierra y la misma sangre, que se ha alimentado secularmente en la misma fe y en la misma cultura, sobre las cuales ha construido una identidad y una historia comunes. Si las ramas de este árbol se han diversificado, todas parten del mismo tronco.
Esta es la realeza que Cristo, desde la Cruz, desea ejercer entre nosotros y en el mundo, y este es su derecho a proclamarla: «Tú lo dices: Yo soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo», afirmó Jesús ante el representante del emperador romano. Hoy -festividad de Cristo Rey del Universo- se nos vuelve a presentar la afirmación de la soberanía absoluta de Cristo -«sólo Tú Señor», proclamamos en el Gloria de la Misa-, y la invitación a entrar en este reinado, que ostenta como un título y un derecho que están «escritos en su capa y en su brazo, como se proclama en el (Ap 19, 16): Rey de reyes y Señor de los que dominan», títulos que derivan de la naturaleza divina de Cristo y de su condición de creador y redentor de la humanidad.
Un reinado cuya finalidad consiste en que su voluntad se realice en la tierra como en el cielo. Es decir, que la ley divina gobierne la vida de los hombres, en conformidad con la naturaleza del ser que el creador, en su sabiduría y amor, les ha destinado. En la tierra, pero no sólo en el interior de los corazones, sino en todas las esferas de la realidad humana.
Cristo es Rey del universo, del universo cósmico y del universo humano en todas sus dimensiones, no para someterlos caprichosamente, sino para hacerlos verdaderamente humanos: para que reflejen la auténtica condición y dignidad del hombre en su aristocracia divina y en la nobleza de su persona humana. Por boca de Cristo, esta realeza dice, de manera regia: dad al César y al hombre lo que les pertenece, y a Dios lo que es de Dios, algo que, en nuestros tiempos, pocas veces obtiene la respuesta recíproca que sería obvia. Pero ese es el estilo de la soberanía de Dios.
Como es también su estilo no presumir de ella. Nos asegura la Escritura (Fil 2, 6): «Dios a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios». Hoy tampoco. Y por eso los hombres tienen la sensación de que se ha ausentado o de que le han derrotado. Pero ello no va a ser una oportunidad para que el reino de este mundo pase a sus manos. La soberanía sobre él continuará perteneciéndole, y sólo depende de la hora señalada por Él el que esa condición divina y esa soberanía se hagan manifiestos y sean ejercidos por Él como Rey pacífico pero ya indiscutido.
Hoy como ayer muchos entre los hombres de nuestra generación repiten: «No queremos que Éste reine sobre nosotros», no queremos «que su nombre se pronuncie más» (Jer 11, 19). Lo que significa que hemos puesto en litigio algo más que la realeza y soberanía de Cristo. En el centro de la vida y de la historia vuelve a plantearse, de manera radical, la cuestión de Dios, cuya negación se presenta como condición para la definitiva liberación del hombre, como anuncio del fin de todo lo trascendente y del esfuerzo por transformar las conciencias a fin de cancelar en ellas las huellas de su memoria.
Pero ello no cambia la realidad: lo decisivo en la historia humana ha sido su desembarco en la orilla de la divinidad. Dios es la palabra más alta que ha sido puesta en su boca, la más decisiva que el hombre ha pronunciado, el progreso máximo en el que ha penetrado: el que le permite entrar en Dios y, en Él, llegar a ser «como Dios». Satán en el paraíso le hizo esta misma insinuación, pero con intención bien distinta y con resultado de expulsión del paraíso y de sí mismo.
Todos los que hoy le hacen la misma invitación preparan para el hombre igual destino. Porque lo humano está moldeado por lo divino, y cuando se pretende borrar esta dimensión se anula la propia condición humana. El despojamiento de las señas divinas del hombre: espíritu, alma, gracia, le sustrae el rasgo decisivo de su humanidad; altera el rostro y la identidad del hombre.
Ahora bien, Dios es el paradigma. El hombre es palabra de Dios: es el producto de su acción, su imagen. En Él está el soporte natural del hombre, la fuente de toda realidad, Aquel en el que todo, también el hombre, subsiste. De Él dimana toda racionalidad, toda verdad y justicia, toda paz y libertad, toda belleza y amor verdaderos. Por ello, el señorío de Dios es la primera legitimidad que se impone, fuerte y suavemente, como fundamento del orden humano.
El hombre no funda por sí mismo la verdad porque no funda el ser; por eso no es autosuficiente ante Dios. Y por eso, no se puede exiliar a Dios impunemente. La voluntad de eliminarlo está conducida por la decisión de afirmar la soberanía de la voluntad humana y, como ya ocurrió en el paraíso, de dar paso a un plan alternativo al de Dios. No hemos desistido del intento.
El drama de nuestro tiempo es, precisamente, que estamos queriendo hacer un mundo nuevo con hombres sin alma, que nuestra generación está siendo inducida a desobedecer todo lo que afirma la ley divina y natural y a aceptar cualquier idea o supuesto derecho en contradicción con ella. Pero el hombre no es un ser imaginario al que se pueda atribuir el contenido o la interpretación que cada uno guste, porque su entidad moral y humana no es el resultado de nuestra voluntad, sino una creación, es decir, una decisión divina, que sin embargo sabe que puede quedar invalidada por nuestra libertad.
El orden moral de los individuos y de la sociedad tiene su fuente en el mismo autor de la humanidad, por lo que no puede ser rectificado lo que nos constituye moralmente. Tal intento no origina ningún derecho moralmente válido, ni ante Dios ni ante la conciencia de los hombres.
Esos derechos derivan de Él, se consolidan en Él, y de Él obtienen su sentido y su fuerza, sin que su alteración por los hombres inmute esa realidad. «Sólo la Palabra de Dios es el fundamento de toda realidad» acaba de afirmar Benedicto XVI (Sínodo 2008, 6 oct). De hecho, el proyecto de sacar a la sociedad humana de la esfera de Dios es tan necio como pretender desviar la tierra de la órbita del sol.
De ahí que las provocaciones contra Dios concluyen siempre en amenaza sobre el hombre, al que se le arrebata la fuente primordial de su dignidad, de su libertad, de su derecho y de su perfección. La racionalidad de una sociedad y de un tiempo está siempre en proporción directa al espacio que reserva a Dios. Sin Él queda oculta esa imagen divina del hombre, lo que permite despojarlo de todo lo que hace de él un ser noble, sagrado e inviolable. Por eso, Dios representa el primer derecho del hombre, en el plano individual y en social: un derecho constitutivo, incondicional, universal e intemporal. Y por eso, no podemos evitar que lo que se construye al margen de Dios o contra Él sea un fraude, como no podemos evitar que Dios sea Dios.
La búsqueda de Dios ha sostenido el pulso de la humanidad, pese a tantos titubeos. Es en esa búsqueda donde el hombre se ha encontrado también a sí mismo, así como los proyectos humanos que le configuran sustancialmente. Ese ha sido, durante siglos, el eje de la cultura europea. El fundador de los monjes de occidente, San Benito, establece que la tarea esencial de los que llegan para habitar en el Monasterio es la de buscar a Dios, la misma que la de quienes llegan a esta gran casa de Dios que es el mundo y la sociedad humana.
El mundo y el hombre no estarán definitivamente consumados hasta que no vuelvan a estar en sintonía plena con Dios. El progreso del hombre se mide por esta armonía creciente entre la imagen -el hombre- y el prototipo divino. Ese fue el objetivo central de la acción de Dios en la creación, en la encarnación y en la redención. Ni Dios ni su obra descansarán hasta que en ellos -en el hombre y en la sociedad- se cumpla exactamente el plan de Dios.
La obediencia de los pueblos a la fe y a Cristo es su máximo honor y fortaleza, y cuando no obedecen a la fe y a Cristo han de hacerlo a cualquier falacia. La negación de Cristo cuartea todas las construcciones humanas; eso es lo que quedó significado cuando, a la muerte de Jesús, se resquebrajaron las rocas del Gólgota y se rasgó el velo del Templo. Ese desgarro se mantendrá y se profundizará hasta que los hombres reconozcan como única Verdad y única Vida al que murió y resucitó del sepulcro. Entonces será renovada la faz de la tierra.
El nuestro ha sido siempre un pueblo que se ha negado a perder a Dios. Con él repitamos, como en el pasado: «venga a nosotros tu reino»; «a Él sea la gloria, el honor y el imperio por los siglos de los siglos».