«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

viernes, 28 de noviembre de 2014

JOSÉ MIGUEL GAMBRA: "Yes we podemos"

Opinión invitada


Hace falta un grado elevado de ingenuidad para creer en la espontaneidad de los indignados del 15 de marzo. También hace falta para creer que los mandatarios de la democracia hayan representado, alguna vez, los intereses del electorado o para pensar que el poder omnímodo que confiere la Constitución a los partidos iba a verse libre de la corrupción. Eso no quita un ápice de razón a las protestas de marzo del 2011: lo que se llama crisis, como si fuera fruto del azar de la que nadie es culpable —cosa harto dudosa— ha sido aprovechada para sumir a muchos en la miseria y para que bancos y poderosos se enriquezcan todavía más. La denominada corrupción política no ha hecho más que hacer patente el lado del que se colocan los supuestos representantes del pueblo. Se considere bajo el prisma democrático o desde la simple moral natural, ni el latrocinio, ni la usura tienen posible defensa y, por consiguiente, es perfectamente razonable el enfado de los que se manifestaron en marzo.

Aquellas algaradas no llegaron a plasmarse en nada de momento. Los que ya formaban parte del establishment político hicieron algún débil intento de utilizar aquel movimiento, pero, como era de esperar, nada lograron. En cambio una serie de jóvenes profesores, de inclinación comunista, vieron en la fuerza revolucionaria de los indignados la posibilidad de meterse en el lucrativo negocio de la política democrática, sin necesidad de hacer el largo y humillante período de meritoriaje que exigen los partidos dominantes. Evidentemente la apuesta, que suponía destruir el principio fáctico del bipartidismo, tenía inmensas dificultades. Primero tenían que lograr presentarse como parte del movimiento de protesta, cuando ellos difícilmente podían contarse entre los más desfavorecidos. Habían dedicado un largo número de años a obtener licenciaturas, doctorados y costosos «másteres», signo inequívoco de un cierto poder económico. Por mucho que la crisis nos haya empobrecido a todos, ellos no podían presentarse como gente abocada a la miseria extrema. Por otra parte, el movimiento se calificaba a sí mismo como antisistema y negaba que el método mismo de representación tuviera legitimidad, lo cual exigía que su oferta contuviera unos cambios lo suficientemente profundos como para hacerse acreedores de ese calificativo y para adjudicarse el papel representativo que se negaba a las autoridades elegidas conforme al sistema vigente.

Ambos retos los ha resuelto la cúpula de Podemos, si no con imaginación, sí con una técnica extremadamente eficaz. Para ello ha aprovechado dos de los elementos irracionales enraizados en la mentalidad del español actual.

El primero se refleja en el estilo de su propaganda, que entronca con el gusto yanqui que tanto lastra hoy nuestra conciencia y obnubila nuestra capacidad crítica. Incluye un número indeterminado de actitudes, usadas por Iglesias hasta la náusea, como el recurso, no a la retórica, sino a una dialéctica insultante plagada de alusiones personales; así como la faceta, no escasa, del histrionismo político que, por ejemplo, involucra al auditorio con interpelaciones contra sus críticos, para lograr el aplauso de sus propias gracias e ironías, y se suma luego a los aplausos, quizás para aplaudir que aplauden cuando deben hacerlo. Y otras muchas muletillas de political showman que no vale la pena considerar. Porque lo más importante es el propio «podemos», tomado de Barack Obama, que, como todos saben, usó repetidamente el slogan «Yes, we can» en sus campañas. Ese «podemos», convertido en tema central de la campaña, deja en la indeterminación a qué se refiere y a la postre, carece de sentido completo alguno. Pero su forma de primera persona del plural tiene dos importantes funciones. De una parte, asimila al orador con el auditorio y obliga a reconocerle como uno de los suyos, como uno de los indignados que el régimen ha perjudicado injustamente, cuando eso no es verdad. De otra parte, sirve para que los oyentes se sientan protagonistas de unos proyectos elaborados por una colección de tecnócratas en sus despachos. Pero eso también es falso. Tan falso como el «hemos ganado» de los hinchas futbolísticos, que han asistido a la victoria de su equipo, aunque, en realidad, ellos han perdido unos cuantos euros y los jugadores se los han embolsado.

El segundo elemento irracional configura la mentalidad española de manera mucho más profunda. Un siglo de absolutismo ilustrado, otro de tiranía democrática y corrupta, con breves espasmos de anarquía republicana y de regímenes dictatoriales, seguidos, tras la guerra, por la verticalidad del régimen franquista y una nueva época de despotismo constitucional igualmente deshonesto. Todo ello ha apagado por completo cualquier idea acertada de auténtica participación de la sociedad en los mecanismos de gobierno y ha configurado una mentalidad de servilismo político, por completo desconocida en otras épocas. Desde el momento que se ofrece cualquier asunto que ataña al bien común, cualquiera sea la respuesta que un español dé, se verá invariablemente precedida por un impersonal «se debería hacer o prohibir…» o por un «el Gobierno debería…», que vienen a ser lo mismo. La idea de que el actor de la decisión pudiera ser distinto del ejecutivo no se le pasa a nadie por la cabeza.

El carácter antisistema de las protestas de marzo incluía un oscuro atisbo de la auténtica representación, que no consiste sino en ocupar el lugar de los representados, recogiendo sus propuestas y defendiendo sus intereses a la hora de tomar decisiones comunes. Pero, gracias a los buenos oficios de la cúpula de Podemos, esa exigencia perfectamente justa y natural, quedó reducida a otra cosa completamente diferente. Apelando subrepticiamente a la mente políticamente servil unánimemente fomentada, desde ángulos diversos, en los últimos siglos, la representación se ha convertido en el representante, que aclamado como encarnación de la voluntad popular, sustituye con sus propias decisiones las que hubieran podido tomar aquéllos a quienes dicen representar. Pablo Iglesias declara que «aquí se puede discutir de todo», pero quien le recuerde las penalidades que pasan los venezolanos es expulsado por los gorilas que le acompañan; si hay un grupo que disiente de sus propuestas, se las arregla para que no tenga cargo alguno en la cúpula del partido; si un periódico desfavorable quiere asistir a sus actos públicos, entran de nuevo en juego los gorilas.

Una vez identificados sus sostenedores y votantes con la persona misma de Pablo Iglesias, gracias al recurso oratorio del «podemos» y, dada la incapacidad que hoy padecen los españoles para concebir con claridad el sistema de representación real, no les ha sido difícil a los próceres del partido dirigir el cambio de sistema hacia una dirección diametralmente opuesta a la que propugna recoger y apoyar las preocupaciones reales de la gente en las instancias más altas del poder. El cambio antisistema, en vez de acortar las distancias entre el ciudadano y el parlamentario, promete convertirse en otro sistema despótico donde el gobernante, una vez elegido, hará de su capa un sayo. Y ese sayo, por voluntad de Iglesias, será una dictadura, del proletariado, pero dictadura. A fin de cuentas lo ha dicho el mismo. Ha prometido hospitales, enseñanza universal, acabar con el paro, acelerar la economía y otras mil maravillas. De todo ello puede prescindirse, como denominador común a la campaña de cualquier partido. De lo que no cabe prescindir es de cómo piensa hacerlo. Porque pretende hacer saltar lo que él llama «candado» de la Constitución. Sí, de esa misma Constitución que es «paraguas de la libertad» para los demócratas. Y lo piensa hacer, no desde luego para acrecentar las pocas y engañosas garantías reales que contiene, sino para poder hacer una política «de fuerte intervención estatal». Más claro, agua: las decisiones las tomará el partido único, es decir él mismo.

Es notable que desde los partidos establecidos, las voces de alarma que se están dando contra Podemos pretendan asustar a los españoles diciéndoles que una victoria electoral de Iglesias y Cía. traería deterioro económico, más paro, concesiones al terrorismo, descrédito internacional… Es decir, exactamente lo mismo que ha traído la última victoria (es un decir) electoral del Partido Popular. Parecería que, en el fondo, los reconociesen como de los suyos, y su única objeción es que no quieren repartir el pastel.

Podemos dice haber recogido la antorcha del 15 de marzo y con ello ha hecho desaparecer cuanto podía haber de sentido común y sana racionalidad en todo aquello. Siempre me ha maravillado la pervivencia de esos comerciales que vienen a casa, muy serios, para proponernos, por ejemplo, novísimos sistemas de calefacción. Si perduran será porque su cháchara logra ganar la confianza de algunos, que acaban por poner en sus manos el asunto, sin ejercer la menor crítica ni comparación. Como esos sacamuelas predican la importancia del aislamiento, la importancia del impacto medioambiental, y ponderan la transcendencia de ahorro que se logrará si se les entrega el proyecto, así Iglesias pinta con tintes dramáticos la situación de la patria en peligro y, a fin de cuentas, viene a decir que él merece una confianza de la que no se hacen merecedores otros. ¡Y funciona! Ya se ha olvidado la unción con que —hace nada— se miró a Felipe González o a Rodríguez Zapatero (no digo a Rajoy, porque eso sería demasiado).

Y, sin embargo, es posible un sistema de representación verdadera que no exige entregarse en cuerpo y alma a quienquiera que sea ni, menos aún, concederle la carta blanca de universal alcance que pide Iglesias. Pero de eso, otro día.

José Miguel Gambra