«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).
miércoles, 15 de junio de 2011
Esperanza Aguirre: el antifranquismo de los privilegiados
En un artículo reciente, Pío Moa enumeraba la nómina de algunos antifranquistas de pro: Carod Rovira, De Juana Chaos, Rubalcaba, Rajoy, Alfonso Guerra, Josu Ternera, Mas, Carrillo, la Chacó, Cebrián, Arenas, Camps, Roldán, Odón Elorza, Setién, Basagoiti, Arzallus... Ninguno de ellos, afirma el historiador citado, ha contribuido a la democracia, la cual se implantó al margen o en contra de ellos; y todos han envilecido el régimen de libertades con abusos de poder, manejos separatistas, corrupción, terrorismo o colaboración –activa o pasiva– con el terrorismo, negación de la separación de poderes y desprecio a la nación española. Han inventado naciones y hechos nacionales para diluir la nación española, base de la soberanía, y denigrado y confundido con mil falsedades la historia de España...
Por eso resulta incomprensible a primera vista que se suba al carro del antifranquismo alguien como Esperanza Aguirre con una trayectoria humana y política tan diferente de los aludidos. Para la presidenta de la comunidad madrileña: “Sería bueno que los que defienden el marco laboral actual se enteren de que el actual, que viene del franquismo, es herencia directa del sistema laboral que impuso Mussolini en la Italia franquista, y que es el marco laboral de los trabajadores que se van al paro por millones” Y no es una improvisación, ya el 22 de abril de 2009 Aguirre nos hacía saber que “El marco laboral español es obsoleto y franquista”.
Y no es solamente la economía. El pasado 19 de mayo, Esperanza Aguirre se manifestaba de acuerdo con “muchas” de las reivindicaciones del movimiento ‘Democracia Real ya’ que había desembocado en la acampada de la Puerta del Sol. A pesar de todo, comparó al 15-M con la “democracia orgánica” de Franco: “Cuando se le pone apellidos a la palabra democracia se la está devaluando. Franco, por ejemplo, a lo que había en España lo llamaba democracia orgánica, y todos los ácratas comunistas de la Europa del Este la llamaban democracia popular”. Tal vez ignora, o prefiere silenciar, que ha podido escribirse un libro titulado Los teóricos izquierdistas de la democracia orgánica, concepción socio-política que solo muy parcialmente puede identificarse con la caricatura que hace de ella Esperanza Aguirre.
La aparente falta de lógica del discurso de Aguirre se entiende cuando recordamos, por un lado, la esencia ideológica liberal del Partido Popular, completamente ajena a la dimensión social del Régimen en el que nacieron las leyes sociales ahora criticadas así como la naturaleza del papel adoptado por este partido y sus precursores desde la transición.
Raíz social de las “leyes franquistas”
El marco laboral que Esperanza Aguirre moteja despectivamente de “franquista” es el resultado de un largo proceso histórico.
El Estado nacido de la Guerra Civil se configuró a partir del apoyo recibido por fuerzas políticas muy diversas: falangistas, carlistas, monárquicos alfonsinos, cedistas, republicanos conservadores, regionalistas moderados…, de una legitimación llevada a cabo por la jerarquía católica y de una hegemonía impuesta por los militares a los políticos bajo el arbitraje del Generalísimo Franco (Cfr. Pedro Carlos, GONZÁLEZ CUEVAS, "Los grupos político-intelectuales en la era de Franco", Razón Española 134 (2005) pp. 301-323).
Por eso, por el largo transcurso del tiempo y las cambiantes realidades, el Estado nacido del 18 de Julio —y no solo en la cuestión social— va a carecer de una inspiración homogénea y encontramos aportaciones muy diversas. Como muy bien ha explicado Luis Mayor Martínez (Ideologías dominantes en el sindicato vertical, Zero, Algorta, 1972) entre las fuentes doctrinales se contaba la Falange, organización que se propuso desde sus inicios la superación de la lucha de clases como instrumento al servicio de la subversión política y propuso la participación en la vida económica, social y política a través de la organización sindical. No es menos palmario que «la preocupación falangista por las gentes menos favorecidas, por la función social de la propiedad, por la redistribución de las rentas, por la dignificación del trabajador, por la reforma agraria, por la superación de la lucha de clases y por la humanización de la empresa era más auténtica e iba mucho más lejos que cuanto hasta entonces habían ofrecido, entre nosotros, los católicos, los conservadores y los liberales» (Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, "Estructura conceptual del Nuevo Estado", Razón Española 56 (1992) p. 279).
Junto a esta fuente doctrinal y humana, no serán menos importantes las aportaciones del pensamiento tradicionalista español y de otros autores como Maeztu. Todo ello sin desdeñar los precedentes del sindicalismo marxista y del movimiento anarco-sindicalista con el que había concomitancias evidentes al tiempo que grandes diferencias.
No olvidemos, por último, que la concepción orgánica de la comunidad política que hace del sindicato o asociación profesional instrumento de organización social había sido expuesta con todo vigor por Pío XI en la Encíclica Quadragesimo Anno (1931): «Como, siguiendo el impulso natural, los que están juntos en un lugar forman una ciudad, así los que se ocupan de una misma arte o profesión, sea económica, sea de otra especie, forman asociaciones o cuerpos, hasta el punto que muchos consideran esas agrupaciones que gozan de su propio derecho, si no esenciales a la sociedad, al menos connaturales con ella» (nº 36). Ese es, precisamente, uno de los fundamentos de la democracia orgánica que ahora anatematiza Esperanza Aguirre.
La doctrina económico social contenida en la Ley de Principios del Movimiento Nacional (1958) se traduce en la exaltación del ideal cristiano de la justicia social mediante la proclamación de los derechos que lleva implícitos (justicia independiente, educación general y profesional, asistencia y seguridad sociales, distribución equitativa de la renta nacional y de las cargas fiscales); en el reconocimiento del derecho y deber del trabajo, de la propiedad privada condicionada a su acción social y de la iniciativa privada como fundamento de la actividad económica; en la consideración de la empresa como «una comunidad de intereses y una unidad de propósitos», y, finalmente, en la estructuración de un programa de gobierno dirigido al perfeccionamiento de la vida física, moral y económica de los españoles y a la intensificación de las actividades industriales, financieras, agrícolas, científicas, mineras y marítimas (Principios IX al XII).
El resultado será un acentuado contraste con lo que había ocurrido hasta entonces, mientras las premisas teóricas y las realizaciones prácticas del liberalismo gestaron la aparición de unas alternativas revolucionarias que llevaron entre 1931 y1936 a un paroxismo del que se empezó a salir no sin grandes dificultades. Por el contrario, el estado de cosas que comenzó en una Guerra Civil acabó desembocando en un cambio decisivo, sin duda con deficiencias y desequilibrios, pero en el que una legislación laboral avanzada sirvió de fundamento para la pacificación social.
Con razón afirma Dalmacio Negro que por primera vez en nuestra historia contemporánea puede hablarse verdaderamente de un Estado a partir de 1939. Porque hasta entonces hubo muchas situaciones políticas, cada una con su Constitución que respondía al programa de un partido, pero ninguno de estos regímenes se consolidó ni puso en marcha unas instituciones respetadas y capaces de dar cauce a una evolución pacífica (Cfr. Dalmacio NEGRO PAVÓN, “La formación del Estado”, en La guerra y la paz. Cincuenta años después, Madrid: 1990, pp. 617-630).
El coste económico y social de la Transición
Para entender la destrucción de ese modelo y el lugar atribuido a los sindicatos de izquierda hay que recordar que, en su momento, no se hicieron los ajustes que la crisis de 1973 demandaba porque ello comportaba costes sociales a corto plazo que no se deseaban como escenario del cambio político.
En realidad, se puede decir que se sacrificó la economía y la empresa a la política que ya protagonizaban los partidos y a la paz social que, por otra parte, se esforzaban en hacer imposible los nacientes sindicatos. El crecimiento del déficit público, del paro, de la inflación serán el escenario económico de la Transición al tiempo que los sindicatos —longa manus de la todavía indigente izquierda política— ponen en práctica su táctica de derribo y acoso.
Como explicó, en su momento, Luis Olarra:"Aquí en España resultó que tanto los últimos gobiernos de Franco como el primero de la monarquía se pasaron de la raya en la toma de la economía como colchón para el cambio. Y después, los gobiernos de UCD, desde el que hizo la reforma política hasta el que perdió las elecciones de 1982 frente al socialismo, el colchón para el cambio lo convirtieron en cama redonda. El refocilamiento con las izquierdas sindicales y con las no sindicales y el pacto de claudicación de la mala conciencia con los portaestandartes de la revancha, acabaron por sentar para las empresas españolas lo peor de las condiciones posibles" (“La empresa”, en España diez años después de Franco (1975-1985), Barcelona: Planeta, 1986, p.107).
Más escandaloso aún fue el sistema arbitrado —y posteriormente perpetuado por la ley del estatuto de los trabajadores y la ley orgánica de libertad sindical de 1985— para otorgar a la socialista UGT y a los comunistas de CCOO el monopolio de la representatividad sindical. Mediante ese sistema un porcentaje mínimo permitía establecer una frontera insuperable entre estas organizaciones de izquierdas y el resto de los nacientes sindicatos democráticos. El fraude se completó atribuyéndoles la exclusiva de la representación institucional y favoreciendo a UGT y CCOO en el reparto de bienes inmuebles y de generosas subvenciones.
Lo perverso del sistema echó en manos de los sindicatos de izquierdas a la masa dejada a la intemperie por los partidos políticos que han fagocitado el resto del espacio social. De esta manera, tanto la extinta UCD, como sus herederos en Alianza Popular o el actual Partido Popular han renunciado a crear en su espacio socio-político un sindicalismo de sólida base y fuerte implantación contribuyendo (en sus etapas de control del poder político) a la supervivencia de un sindicalismo de izquierdas parasitario del apoyo gubernamental.
Hacer creer que esta situación tiene algo que ver con una presunta herencia franquista y no con las hipotecas de una transición mal diseñada y peor ejecutada es otra de las falacias de la señora Aguirre. Los cotas de poder y la estructura de los actuales sindicatos no guarda ninguna relación con el sindicalismo vertical y sí con la creación de una casta ex novo a la que la propia derecha liberal concedió el monopolio del espacio social.
El antifranquismo de los privilegiados
Aunque parezca paradójico, parece que va a ser un Gobierno socialista el que liquide los últimos restos del sistema de protección al trabajador y del Estado social construido con tanto esfuerzo en los años previos a la implantación del modelo de relaciones socio-laborales en buena parte ya vigente hoy. Y tal vez sean los correligionarios de Esperanza Aguirre los llamados a rematar la obra de demolición. Quizá por eso liberales y socialistas coinciden en denigrar aquella época histórica convertidos en adalides de un antifranquismo virtual por retrospectivo.
La convergencia viene de lejos. En 1935, José Antonio Primo de Rivera ponía de relieve la identidad de la derecha liberal-conservadora y de la izquierda socialista-revolucionaria en la común concepción materialista del hombre: “Llega al bolcheviquismo quien parte de una interpretación puramente económica de la Historia. De donde el antibolcheviquismo es, cabalmente, la posición que contempla al mundo bajo el signo de lo espiritual. Estas dos actitudes, que no se llaman bolcheviquismo ni antibolcheviquismo, han existido siempre. Bolchevique es todo el que aspira a lograr ventajas materiales para sí y para los suyos,
caiga lo que caiga; antibolchevique, el que está dispuesto a privarse de
goces materiales para sostener valores de calidad espiritual”.
Pero sus palabras más duras iban dirigidas hacia los conservadores: “En cambio, los que se aferran al goce sin término de opulencias gratuitas, los que reputan más y más urgente la satisfacción de sus últimas superfluidades que el socorro del hambre de un pueblo, esos intérpretes materialistas del mundo, son los verdaderos
bolcheviques. Y con un bolcheviquismo de espantoso refinamiento: el
bolcheviquismo de los privilegiados” (ABC, 31 de julio de 1935).
Salarios de supervivencia, precariedad laboral, imposible acceso a la vivienda, desempleo generalizado... y todo ello en escenarios como la propia Comunidad de Madrid donde el año 2009 se dedicó casi la misma cantidad de fondos públicos a pagar abortos que a formación para el empleo. Viendo hoy como se alardea de antifranquismo sobre las ruinas de su legislación social, no me cabe la menor duda de que hay un antifranquismo de espantoso refinamiento: el antifranquismo de los privilegiados.