Una de las verdades esenciales revelada por Cristo y enseñada por la Iglesia, es la unión con el mismo Jesucristo. En la segunda lectura de la Misa, San Pablo nos muestra cómo recibimos el Espíritu Santo que habita en nosotros por nuestra inserción en Cristo. En virtud de este Espíritu somos hijos de Dios y poseemos la vida de Dios (Rom 8, 9. 11-13).
Si esta unión —iniciada en nuestro Bautismo— no se ha roto por el pecado y vivimos en gracia de Dios estamos íntimamente unidos a Cristo por la virtud infusa de la Caridad y nos resulta posible un trato íntimo y familiar con su persona. Es necesario que en nuestra fe tomemos conciencia de este hecho y que, consecuentemente, desarrollemos cada vez más nuestra unión con Jesucristo hasta la mayor intimidad posible.
Para alcanzar esto, el Evangelio de este domingo (Forma Ordinaria, XIV del Tiempo Ordinario, Ciclo A: Mt 11, 25-30), nos presenta un medio poderoso: la devoción al Corazón de Jesús que es «la suma de toda religión y con ella la norma de vida más perfecta, la que mejor conduce a las almas a conocer íntimamente [a Cristo] e impulsa los corazones a amarle más vehementemente y a imitarle con más exactitud» (Pío XI, Miserentissimus Redemptor). La razón estriba en que, cuando no se limita a actos concretos, proporciona mayor facilidad en el conocimiento total de Cristo; mayor eficacia en el amor a Él y mayor eficacia en la imitación.
En el oráculo del profeta Zacarías (9, 9-10), Dios exhorta a la población de Jerusalén a entregarse a la alegría y a saltar de gozo. El motivo de la alegría se manifiesta en los nombres que lleva el Mesías: Él es el Rey prometido, el heredero del trono de David, el Justo por excelencia que trae la salvación y viene pobre y humilde, montado en un asnillo. San Mateo nos transmite unas palabras en las que el mismo Jesús completa la revelación del misterio de su Persona: «A mí me ha sido transmitido todo por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre conoce bien nadie sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelar(lo) […] manso soy y humilde en el corazón» (Evangelio: Mt 11, 25-30). Jesús nos descubre el amor de Dios demostrándolo en su comportamiento manso y humilde. Por su compasión de todos los sufrimientos y miserias dice: «Venid a Mí todos los agobiados y los cargados, y yo os haré descansar […] porque manso soy y humilde en el corazón». Como única condición pone, para ir con Él, creer en Él y cambiar el peso oprimente del pecado por el mucho más ligero de su ley:
1. «Tomad sobre vosotros el yugo mío, y dejaos instruir por mí porque manso soy y humilde en el Corazón». La exhortación significa que todos somos invitados a ser mansos y humildes. Nótese que dice «porque soy manso», es decir, no se propone solo como Modelo sino como Maestro al cual debemos ir «puesto que es manso».
Dice Santo Tomás que la mansedumbre es virtud suprema (aunque otras son más importantes que ella) en dos aspectos: en preparar el hombre al conocimiento de Dios y en hacerlo acepto a Dios y a los demás hombres. La mansedumbre hace al hombre dueño de sí mismo, y el hombre libre de sus pasiones es más razonable y capaz de recibir la verdad, aunque se vea superado por ella y sienta que debe doblegarse a sus mandatos. A su vez, la mansedumbre facilita la convivencia humana pues elimina las disensiones, disputas, peleas y odios… fomentando la concordia y la paz [cfr. Antonio PREVOSTI, “La mansedumbre del Corazón de Jesús”, Cristiandad junio-julio (2012) 11-13]
2. «Y encontraréis reposo para vuestras vidas. Porque mi yugo es excelente y mi carga liviana». La Ley de Cristo es “yugo” porque exige disciplina de las pasiones y negación del egoísmo, pero es yugo «llevadero y ligero» porque es ley de amor. El Evangelio es un mensaje de amor y no un simple código penal. El que lo conozca lo amará, lo mirará como un tesoro y entonces sí que le será suave el yugo de Cristo. Del conocimiento viene el amor; esto es, la fe obra por la caridad (Gal 5, 6). Y si no hay amor, aunque hubiera obras, no valdrían nada (1Cor 13, 1ss).
El Corazón de Cristo es fuente inagotable de consuelo y salvación, y juntamente escuela de santidad. «Aquí tienen todos a Cristo, sumo y perfecto ejemplar de justicia, caridad y misericordia, y están abiertas para el género humano, herido y tembloroso, las fuentes de aquella divina gracia, postergada la cual y dejada a un lado, ni los pueblos ni sus gobernantes pueden iniciar ni consolidar la tranquilidad social y la concordia» (Pío XII, Divino Afflante Spiritu).
A Él acudimos con aquella jaculatoria que no debía faltar nunca de nuestros labios: «Sagrado Corazón de Jesús ¡en vos confío!».
Cfr. Mons. Straubinger, La Biblia, in loc. cit.
Ángel David Martín Rubio |