Resumen de la comunicación presentada en las Jornadas anuales de
la Confederación Nacional de Cabildos Catedrales y Colegiales de España
con el tema "La Iglesia y la Constitución de 1812". Cádiz, 3 de abril de
2013
En
cuanto manifestación española del jurisdiccionalismo europeo, el
regalismo de los siglos XVIII y XIX comparte con otras formulaciones
semejantes (como el galicanismo o el febronianismo) la celosa autonomía
respecto a la Santa Sede y la sumisión a la monarquía, considerada como
válidamente cualificada para representar a la Iglesia en su disciplina
interna. Al tiempo, el regalismo convive con los representantes del
llamado ultramontanismo, término aplicado despectivamente para designar
los adictos a las directrices de la Iglesia romana en cuestiones
teológicas, jurisdiccionales y, a veces, incluso políticas.
Durante
esta época puede hablarse en España de la existencia de dos grandes
formulaciones. Una de ellas, sería el regalismo, vinculado al Despotismo
ilustrado y el jurisdiccionalismo europeo, que hunde sus raíces en la
crisis filosófica nominalista y en la reforma protestante y se prolonga
en el Estado liberal. Otra, más difícil de definir, heredera del
pensamiento político medieval y del Siglo de Oro, se prolonga a lo largo
del período estudiado en el llamado pensamiento tradicional o
contrarrevolucionario.
Durante la Guerra de la Independencia y en
los períodos liberales subsiguientes se van a llevar a sus últimas
consecuencias las doctrinas regalistas. La tendencia a someter de hecho a
la Iglesia a la autoridad política tiene base teórica en que apoyarse
cuando se niega a la Iglesia su carácter de sociedad sobrenatural y
suprema y se afirma la absoluta independencia del poder civil frente a
la autoridad religiosa.
Tampoco puede olvidarse el entorno
especialmente amargo y desgarrado que se inicia en 1808 y que se va a
prolongar durante varios decenios de la centuria decimonónica. El vacío
de poder provocado por la invasión napoleónica y la guerra de la
Independencia dio paso a un peculiar proceso constituyente. En líneas
generales, se puede hablar de tres actitudes políticas o tendencias
fluidas que se encontraban en la sociedad española y, a su vez, van a
manifestarse en el seno de las Cortes de Cádiz: conservadores,
renovadores e innovadores. Las decisiones adoptadas tienen en su mayor
parte un talante liberal-innovador y responden a un programa homogéneo.
Parece claro que los innovadores, sin constituir mayoría, supieron
llevar en todo momento la iniciativa, presentaron planes completos y
predominaron sobre los que no pensaban como ellos.
Los innovadores
y los renovadores tratan de dar respuesta a la crisis que reconocen en
la situación del tránsito de siglo pero por vías diferentes. Los
innovadores comparten buena parte del esquema anterior (como ocurre con
el regalismo) pero acentúan la ruptura con la Tradición española, las
posiciones anti-eclesiásticas y se inclinan hacia las formas
representativas ensayadas en la Revolución Francesa. Son los que pronto
se empezarán a llamar liberales y actuarán como tales a partir de las
Cortes de Cádiz, no pudiendo —como es evidente a todas luces— haber
surgido de la nada e imponer sus criterios de manera determinante en el
proceso constituyente. El texto legislativo emanado de las Cortes
gaditanas será, durante mucho tiempo, su principal referente ideológico y
teórico.
Por último, los renovadores son fácilmente reconocibles
entre los continuadores de la tendencia antirregalista que hasta ahora
hemos definido: leales a la monarquía (no en vano se les apodará como
realistas antes de convertirse en su mayoría en carlistas) no esconden
sus críticas al despotismo ministerial de Floridablanca, Aranda o Godoy.
Fieles a las instituciones tradicionales y a las libertades locales,
representan el sector mayoritario de la población aunque en las demandas
de renovación los matices sean infinitos según la mayor o menor
conciencia y vigor de sus representantes. Pronto encontraremos una
formulación teórica de sus postulados en el llamado Manifiesto de los
Persas (1814) y veremos al realismo movilizado militarmente en 1820
contra el Trienio Liberal, para pasar a la oposición en la Década
absolutista fernandina y terminar en el carlismo propiamente dicho en
1833.
Los representantes de esta corriente son generalmente poco
conocidos y, en ocasiones, verdaderamente marginados. La historiografía
dominante ha preferido exagerar la influencia de un minoritario sector
de eclesiásticos ilustrados, de pensamiento regalista y jansenistizante,
al tiempo que acumula todo tipo de dicterios contra los catalogados
como reaccionarios. De esta manera, se llega caer en el contrasentido de
que quienes se presentan como defensores de la libertad ensalzan a los
partidarios del absolutismo borbónico y quienes postulan la modernidad
ensalzan a los que querían volver a la antigua disciplina canónica o al
rigorismo moral.
En realidad, lo que se olvida al proceder así es
que durante aquella segunda mitad del siglo XVIII, el regalismo,
ejercido por los políticos ilustrados, y apoyado en doctrinas
eclesiologías de extrema radicalidad en su hostilidad a la autoridad
pontificia, no era ya una exageración de la misión religiosa de los
reyes, sino un instrumento de opresión de la vida religiosa desde
actitudes políticas orientadas a destruir la sociedad heredada de la
Cristiandad.
Es importante resaltar que entre quienes se
distinguieron por las censuras al regalismo y al jansenismo en las
postrimerías del XVIII figuran los que en el siglo siguiente serán
notorios antiliberales. En cambio seguirán siendo regalistas y ahora
liberales (doceañistas) Villanueva, Muñoz Torrero, Posada Rubín de
Celis, el cardenal Borbón… Todos ellos tendrán la oposición a Roma como
signo de identidad con los nuevos liberales que van a surgir en Cádiz,
los futuros veinteañistas o exaltados, aún más hostiles a la religión
que sus predecesores.
En la apreciación de la obra realizada por
las Cortes en el aspecto religioso-político se observa una polémica ya
desde el principio. En aquellos mismos años, algunos hicieron constar la
absoluta compatibilidad que a su juicio existía entre sus decisiones y
los principios de la religión mientras que los impugnadores de las
Cortes le negaron su legalidad, su originalidad frente al modelo
revolucionario francés y su espíritu religioso. La historiografía
posterior repetirá estos planteamientos. Es necesaria, por lo tanto, una
visión de conjunto que abarque el ambiente que se vivió en torno a la
asamblea gaditana, el propio texto constitucional y las reformas
emanadas de las Cortes.
La afirmación más importante de la
Constitución en este terreno se contiene en el artículo 12. Además de
ser una concesión y una conquista del sector tradicional de la asamblea,
los regalistas consagraban en este artículo el principio de la Iglesia
sometida al Estado aunque fuera bajo el señuelo de la protección. En el
terreno religioso los liberales se muestran continuadores de la
corriente jansenista-regalista y favorecen un contexto en el que la
libertad de imprenta sirvió para que los periodistas y escritores
crearan un entorno favorable al desprestigio de los clérigos y la
religión, aludiendo a ellos con lenguaje irrespetuoso y chistoso.
Además, las Cortes comienzan a aplicar a partir de 1812 una serie de
reformas que determinarán el enfrentamiento: expulsión del Obispo de
Orense, supresión unilateral de la Inquisición, reforma de conventos,
leyes desamortizadoras, extrañamiento del Nuncio....
Esta
injerencia del Estado tenía una raíz muy propia del Antiguo Régimen, el
regalismo que los liberales no solo no se esforzaron en superar sino que
lo heredaron y aumentaron. Incluso habrá un proyecto de ley (en torno
al episodio del llamado cisma de Alonso durante la regencia de
Espartero) que pretendía la creación de una especie de iglesia nacional
de inspiración protestante. El liberalismo histórico no busca la
separación de la Iglesia y el Estado, sino el sometimiento de la primera
al segundo.
Aquí radica la clave de explicación. El Estado
contemporáneo busca la realización de su concepción absoluta —en el
sentido hegeliano del término— mediante la supresión de toda potestad
paralela. Pero los liberales sabían que no podían consolidar su dominio
sobre una sociedad que en buena medida les rechazaba si no suprimía o
encauzaba en una dirección favorable el influjo moral que la Iglesia
ejercía sobre esa misma sociedad y en la que promovía una serie de
principios y comportamientos incompatibles con el liberalismo. De
conseguirlo, habría sido neutralizada la única potestad radicalmente
independiente del Estado.
Leyendo algunos de los escritos,
discursos y sermones en los que se expresa el pensamiento regalista o el
de sus oponentes, podemos llegar a la conclusión de que este nuestro
objeto de estudio no se pierde en la nebulosa de los siglos. En la
polémica regalismo-antirregalismo entran en juego dos importantes
conceptos canónicos. El de potestad de régimen o de gobierno y el de la
potestad que corresponde al oficio del Romano Pontífice y sus
características. Además asistiremos a la discusión en el pasado de
cuestiones que siguen siendo de actualidad. Así ocurre con la
subordinación de la economía a la moral que reclamaba Fray Diego José de
Cádiz o con el debate sobre la naturaleza de los bienes eclesiásticos
que protegían los defensores de las inmunidades y vulneraban los
desamortizadores. Laten también como trasfondo las dificultades de los
poderes políticos para aceptar la existencia de una instancia de
legitimidad externa a ellos mismos al tiempo que las tentaciones y
dificultades que, en todo tiempo, encuentran los miembros de la Iglesia
cuando quieren ser fieles a su misión.