El pasado 16 de febrero el Papa recordó los 80 años del reconocimiento de los Estados Pontificios mediante los denominados Pactos o Tratados de Letrán, negociados entre la Santa Sede y el Estado italiano. El 11 de febrero de 1929 se firmaron tres documentos: un pacto que reconoce la independencia y soberanía de la Santa Sede y que crea el Estado de la Ciudad del Vaticano, un concordato que define las relaciones civiles y religiosas entre el gobierno y la Iglesia en Italia y una convención financiera que proporciona a la Santa Sede una cierta compensación por sus pérdidas en 1870.
En su discurso, Benedicto XVI pudo constatar que el Estado del Vaticano es una «realidad pacíficamente adquirida, si bien no siempre bien comprendida en sus razones de ser y en las múltiples tareas que está llamada a desempeñar». Esto es cierto, aunque no conviene olvidar que antaño fue una realidad sañudamente disputada a la Iglesia y uno de los más importantes motivos de fricción con el mundo contemporáneo y con los Estados nacidos de las revoluciones liberales.
Por no referirnos a antecedentes más remotos, Víctor Manuel II (1840-78) con su ministro Cavour, se propuso realizar la unidad italiana sobre la base del Piamonte. Con el apoyo ideológico de Mazzini y militar de Garibaldi fueron conquistando los diversos territorios. En 1859 se apoderó de Lombardía y de una parte de los Estados del Papa; en 1860, de Nápoles y Sicilia, y, finalmente, el 20 de septiembre de 1870, entraba en Roma por la Porta Pía. La doblez del emperador de Francia Napoleón III, la hipocresía del reino del Piamonte, las ambiciones de Austria y Prusia y la decadencia de España, son el contexto internacional que explica el despojo de la soberanía temporal del Papa. Los zuavos pontificios (voluntarios de varios países) combatieron en diversas batallas y finalmente en la simbólica defensa de la Porta Pía, con la que el Papa quiso dar testimonio de que cedía ante la fuerza y no reconocía a los invasores derecho alguno. Pío IX se declaró "prisionero en el Vaticano", postura que mantuvieron sus sucesores demostrando que no hay más posibilidad digna que la firmeza para defender la verdad y la justicia.
La existencia de la Santa Sede como Estado se explica por diversas causas. Por un lado tiene una razón histórica, de hecho es la monarquía más antigua de Europa. Pero, además, esta soberanía le asegura a la Iglesia la libertad necesaria para realizar su misión apostólica. La aportación de historiadores como Yves Chiron en su biografía del Beato Pío IX es imprescindible para esclarecer este punto, hoy como ayer bastante controvertido por acusaciones de teocracia y ambiciones terrenales. «Tú, hermano mío, que tienes la dicha envidiable de servir bajo las banderas del inmortal Pontífice, pide a ese nuestro Rey espiritual para España y para mí su bendición apostólica». Carlos VII se despedía con estas palabras de su hermano don Alfonso Carlos, voluntario en el cuerpo armado pontificio, en una carta de junio de 1868 que es un verdadero manifiesto doctrinal dirigido a los españoles.
Para algunos apenas tienen importancia estos testimonios del pasado pero si el paradigma no es lo políticamente correcto y si el día del favor no es la víspera del día de la ingratitud, hubiera sido de desear un recuerdo a los que derramaron su sangre y dieron la vida en la defensa de los Estados Pontificios cuando no eran una realidad pacíficamente adquirida y al estadista («el hombre con el que la Providencia ha hecho que nos encontremos», le llamó Pío XI) que tuvo la nobleza de poner fin a la injusta situación que el Estado Liberal había provocado en la independencia de la Iglesia y del Papado.