Quien
aborde el estudio histórico del terror desencadenado por los
frentepopulistas en la zona por ellos controlada desde julio de 1936,
puede constatar fácilmente que una gran parte de los millares de
víctimas ocasionadas pasaron antes de su asesinato por centros de
reclusión, bien oficiales o improvisados en calidad de prisiones
habilitadas al efecto. Las más conocidas de estas últimas —aunque no las
únicas— fueron las “checas”.
En el caso de la localidad extremeña de Castuera (Badajoz) los datos
son elocuentes al respecto: de un total de ochenta y cinco asesinatos
aquí cometidos entre el 25 de julio de 1936 y el 23 de julio de 1938, la
inmensa mayoría (82%) se cometieron como resultado de las llamadas
“sacas” es decir, extracciones de grupos numerosos de detenidos
procedentes de los lugares habilitados como prisión que costaron la vida
a setenta personas mientras que apenas un 16% fueron “paseos” o muertes
aisladas y solamente en un caso se puede hablar de una cierta
intervención judicial al haber comparecido previamente el luego
asesinado ante el Tribunal Popular aquí instalado.
Las sacas y el terror en la retaguardia frentepopulista
Las “sacas” se llevaban a cabo con un gran despliegue de medios.
Volviendo al caso de la localidad extremeña citada, puede hablarse de la
participación de las autoridades locales así como de un contingente de
milicias y guardias de asalto a las órdenes de sus respectivos mandos.
El mito de la espontaneidad en la violencia revolucionaria resulta
así insostenible y únicamente se puede hablar de “asesinatos
irregulares” por carecer de toda norma jurídica no por haberse llevado a
cabo sin la anuencia de los dirigentes. Como afirma José Javier
Esparza, la “saca” forma parte de una estrategia deliberada de
exterminio en la que “
la autoridad política o policial programa el
secuestro y asesinato periódico de reclusos a cargo de fuerzas
controladas por el propio poder” (
El terror rojo en España, Madrid: Áltera, 2007, p. 146).
Que nunca están claramente delimitadas las fronteras entre las
diversas modalidades que presenta el terror practicado en los centros de
reclusión frentepopulistas, lo demuestra la conjunción de fuerzas que
intervienen en sucesos como el que vamos a presentar en este artículo y
en el que se dan la mano la autoridad política (responsable de las
órdenes de detención, de la seguridad en las cárceles y de la apariencia
legal de la represión), mando militar (inductor y ejecutor de los
hechos criminales, en buena parte para vengar la impotencia de sus
propias derrotas) y fuerza revolucionaria (es decir, los comités que
protagonizan la movilización política en la retaguardia). Como afirma el
autor citado, y se comprueba en el caso de Castuera: “
por poner un
ejemplo muy común, cuando una partida de milicianos invade una cárcel y
asesina a dos docenas de reclusos, se hace imposible saber si ha actuado
a las órdenes de una autoridad política o militar, si lo ha hecho como
fuerza revolucionaria o como todo eso a la vez. Lo único que se sabe es
que algún comité ha autorizado o promovido la operación” (ob.cit., p. 147).
Como antes apuntábamos, las “sacas” de presos requieren la decisión
de cometer el crimen, la selección de las víctimas sin someterlas
—generalmente— a ningún simulacro de juicio previo, que alguna autoridad
consienta u ordene la excarcelación y, finalmente, que ésta se lleve a
cabo y los presos sean asesinados sin que nadie lo impida ni pretenda
castigarlo con posterioridad.
Los “trenes de la muerte”
A veces los ejecutores, organizan traslados de presos a larga
distancia antes de proceder a matarlos, práctica ésta general en toda la
retaguardia revolucionaria, aunque probablemente fuera Madrid y su
provincia el lugar en el que fueron concentrados más detenidos
procedentes de diversos lugares. Como es obvio, estas prácticas
requieren un control de las comunicaciones y de los medios de
transportes así como una organización previa para facultar los
traslados. Todo ello resulta incompatible con cualquier explicación de
la violencia a partir de una presunta espontaneidad o desbordamiento de
las autoridades por parte de elementos incontrolados.
Un claro ejemplo de lo que decimos es la reiteración en diversos puntos de los llamados “trenes de la muerte”: “
los
detenidos son sacados de la cárcel y expedidos en un tren; en un
determinado momento del trayecto, el tren se detiene y los presos son
asesinados” (ob.cit., p.164). El caso más conocido es el de los
presos traslados desde Jaén y fusilados en Madrid los días 11 y 12 de
agosto pero el propio autor a quien venimos citando aduce otros
episodios ocurridos en las provincia de Ciudad Real así como el
protagonizado por la expedición de presos procedentes de Castuera y
asesinados en las proximidades de la estación de ferrocarril denominada
“El Quintillo”.
En sustancia, los hechos se desarrollaron así: al producirse la
llegada de una columna de milicianos procedentes de Huelva, que ya
habían participado en numerosos hechos vandálicos y asesinatos,
exigieron del Comité del Frente Popular la entrega de los presos de
derechas.
Presionados por el avance nacional, dichas fuerzas habían salido de
la zona de Jerez de los Caballeros el 19 de agosto y, atravesando
terreno enemigo, llegaron a Castuera donde hicieron entrega al diputado
socialista Sosa de 25 cajas y dos camiones y abundante material de
guerra (cfr.
La Vanguardia, Barcelona, 20 de septiembre de
1936, p.9). José Sosa había llegado a Castuera al frente de otra columna
de milicianos —cuyo mando compartía con el también diputado socialista
Zabalza— huyendo del avance nacional desde Sevilla hacia Madrid. En los
meses sucesivos tendrá una relevante actuación al frente de los
organismos aquí constituidos por los revolucionarios (Cfr. José Ignacio
Rodríguez Hermosell, “José Sosa Hormigo o el tenue latido del exilio
extremeño en México”,
Revista de Estudios Extremeños 63-3 (2007), p. 1205).
Las exigencias encontraron respuesta positiva y la noche del 21 de
agosto de 1936 tuvo lugar en el Ayuntamiento una reunión del Comité en
la que se elaboró una lista de veinticuatro personas que se encontraban
detenidos previamente. Un testigo presencial recuerda cómo esa misma
noche, desde los balcones del Ayuntamiento —que estaba encima de la
cárcel— uno de los miembros del comité le gritaba al carcelero que
registrara bien las cestas de la cena llevadas por los familiares.
Ignoramos el motivo de la cifra pero sí podremos comprobar que en la
selección se tuvieron en cuenta criterios arbitrarios desde el punto de
vista de cualquier responsabilidad penal aunque todos ellos eran
claramente discrepantes con la situación creada por el Frente Popular.
Basta señalar el hecho de que siete de los componentes de la saca
aparecen en una lista que se utilizó en el ayuntamiento y que contenía
la “
Relación de donantes en la suscripción abierta en este
ayuntamiento para premiar a la fuerza pública que tomó parte en al
represión del movimiento subversivo de 6 de octubre”, en alusión a
la Revolución socialista-separatista de 1934 controlada en aquella
ocasión por el Gobierno Republicano. Siete más de los mencionados en la
lista fueron fusilados en otras ocasiones.
Por otra parte, aunque en Castuera había triunfado el Alzamiento
desde el 20 de julio y algunos de los presos había participado en la
defensa de la localidad frente al ataque protagonizado el 24 y 25 de
julio por fuerzas de Asalto y paisanos armados a las órdenes del capitán
Rodríguez Medina, las órdenes de detención puestas en práctica en la
retaguardia frentepopulista pueden considerarse al margen de cualquier
referencia jurídica —como ha demostrado convincentemente Antonio Manuel
Barragán Lancharro— porque se llevaron a cabo por mandato de los
respectivos alcaldes, que estaban legitimados para ello por la Ley de
Orden Público, pero la intervención de elementos ajenos a la estructura
del Estado, la manera en que tuvieron lugar estas detenciones en la
mayoría de los lugares y al trato que recibieron los presos en estos
primeros días bastan para comprobar cómo estamos ante una manifestación
más del colapso revolucionario provocado por unas milicias que habían
recibido armas y patentes de autoridad por parte de las autoridades y
representantes del Estado (Cfr. Antonio Manuel Barragán Lancharro,
“Fuente de Cantos, julio de 1936: Análisis crítico de los sucesos
ocurridos al inicio de la Guerra Civil”,
Actas de la VII Jornada de Historia de Fuente de Cantos,
Badajoz: Lucerna – Asociación Cultural de Fuente de Cantos, 2007, p.
55-93). Además, los defensores de Castuera no hicieron frente a fuerzas
armadas o de seguridad en el cumplimiento de sus funciones de orden
público sino a una masa armada —de la que formaban parte algunos
guardias de asalto— por iniciativa del Gobierno frentepopulista en
contradicción con las disposiciones legales de la propia República.
A la mañana siguiente, los veinticuatro presos previamente escogidos,
fueron llevados a la Estación de Ferrocarril y montados en un tren que
salía con dirección a Madrid; pasada la estación o apeadero ubicado en
un descampado y denominado “El Quintillo”, en el kilómetro 340 de la vía
férrea, les obligaron a bajar y recibieron varios disparos en las
piernas. Al caer al suelo, los rociaron con gasolina, prendiéndole
seguidamente fuego y quemándolos cuando aún estaban con vida. Finalmente
terminaron de incinerarlos con leña de la dispuesta para servicio de
una caseta del ferrocarril. Ocurría todo esto aproximadamente a las
nueve de la mañana del 22 de agosto.
Lo dramático de la escena fue corroborado con posterioridad por
varios testigos así como por algunos de los que organizaron una comida
con unos pollos previamente requisados en uno de los cortijos de los
alrededores y que relataron lo ocurrido.
Los milicianos trasladados en el tren, continuaron su camino y
protagonizaron unas tareas represivas caracterizadas por su crueldad e
intensidad en el Madrid sometido al Frente Popular. Tal es el caso de
los numerosos asesinatos cometidos en la checa instalada en la calle
Santa Engracia nº 18 y en la 77 Brigada Mixta, unidad de carácter
anarquista formada sobre la base del batallón “Spartacus” y diversas
milicias andaluzas y extremeñas (
La dominación roja en España, Madrid: Ministerio de Justicia, s.a., p. 299-300).

Dibujo de Sáenz de Tejada
La identidad de las víctimas
Aquel 22 de agosto fueron asesinados los siguientes vecinos de Castuera:
Pedro Borrachero Romero (29) secretario judicial
León Caballero García (36) herrero
José María Caballero García (43) industrial
Diego Carrasco Fernández-Blanco (31) abogado
Francisco Carrasco Fernández-Blanco (45) propietario
Hipólito de la Cruz Benítez-Donoso (30) abogado
Víctor de la Cueva Godoy (39) abogado
José Delgado López (39) industrial
Mariano Donoso Pozo (46) industrial
Rosendo García Casasayas (32) industrial
José Manuel Gómez Moreno (26) veterinario
Advianor González Cabanillas (18) herrero
Andrés Helguera Muñoz (52) párroco
Francisco Holguín Fernández (21) empleado
Juan León Domínguez (56) gerente minas
Manuel Marín Morillo (36) propietario
Julián Mendoza Tena (29) panadero
Julián Morillo Cabanillas (21) empleado gasolinera
Pablo Morillo Tena (37) secretario judicial
Camilo Salamanca Jiménez (48) administrador tabacos
José Sánchez Mora (45) guarda
Alberto Somoza de la Cámara (20) estudiante
Luis de Tena-Mora Acedo (35) oficial juzgado
Manuel de Tena-Mora Acedo (44) procurador
Se trataba por lo tanto de un grupo de personas vinculado a unas
modestas clases medias, en su mayoría pequeños industriales, empleados o
funcionarios pero entre los que figuran algunos de los elementos más
representativos de la vida local que ahora los revolucionarios trataban
de extirpar. Tal es el caso del Cura Párroco, de los hermanos del jefe
provincial de Falange Española de las JONS —Diego y Francisco Carrasco—,
dándose la circunstancia de que este último había sido alcalde entre
1934 y febrero de 1936, del presidente de la Adoración Nocturna —Víctor
de la Cueva—, del presidente de la Juventud de Acción Católica —Hipólito
de la Cruz— y de un grupo de personas vinculado a la administración de
justicia.
Queremos referirnos, por último, al caso de Camilo Salamanca,
probablemente una de las personalidades más emblemáticas de la
transformación y mejoras experimentadas por Castuera en la década de los
veinte, cuando estuvo el frente de la alcaldía. El propio Camilo
Salamanca desempeñó por segunda vez el cargo de alcalde de Castuera a
partir de 1931 pudiendo ser considerado con toda propiedad el primer
alcalde de la Segunda República en esta población. Solamente después del
enfrentamiento con los socialistas locales, una vez producida la deriva
revolucionaria del PSOE, se explican hechos como el asesinato de Camilo
Salamanca que había compartido actos públicos con dirigentes
socialistas tan destacados como lo fueron Antonio Navas y Basilio
Sánchez [cfr. la información publicada en
La Voz Extremeña (Badajoz) (7 de mayo de 1931)].
En esas fechas de 1931 Camilo Salamanca era alcalde de Castuera con
el socialista Basilio Sánchez como teniente de alcalde; en agosto de
1936 el primero fue quemado vivo cuando ocupaba la alcaldía Basilio
Sánchez; terminada la guerra, éste fue sometido a consejo de guerra y
ejecutado en Almendralejo en septiembre de 1940. Circunstancias de este
tipo resultan muy reveladoras de las vicisitudes sufridas por la
política local y de la deriva experimentada por una República que, si
pudo representar un signo de esperanza en algún momento, pronto acabó al
servicio del proyecto totalitario fraguado en torno al Frente Popular.
Podemos concluir comprobando cómo en uno de los más dramáticos
episodios de violencia desencadenados en la Extremadura roja se dan cita
los cuatro elementos que, a juicio de José Javier Esparza, caracterizan
al terror rojo en España durante la Guerra Civil (ob.cit., p. 22): el
número elevado de víctimas de las matanzas, la implicación de las
autoridades del Estado republicano y de los partidos políticos del
Frente Popular, el ensañamiento sobre las víctimas —en este caso
quemados vivos— y el despojo y saqueo de los asesinados y de sus
familiares que, además, se vieron desposeídos de bienes y propiedades.
Conocer la historia se revela, una vez más, como un verdadero golpe
de muerte para la imagen idílica de una República que la propaganda se
empeña en seguir presentando como el paraíso de la libertad, la
modernidad y la legalidad.