Las palabras de Jesús en el Evangelio de la Misa de este Domingo (VII del Tiempo Ordinario: Mt 5, 38-48), nos invitan a vivir la caridad en relación con los demás y nos dan unos criterios para regular nuestras relaciones con ellos.
“Sabéis que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen” (vv. 43-44). Estas palabras también nos recuerdan el mandato nuevo de Jesús en la noche del Jueves Santo: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. Que como yo os he amado, así también os améis unos a otros. En esto reconocerán todos que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros” (Jn 13, 34-35).
Para poner en práctica el precepto del amor al prójimo, podemos recordar que Cristo que, con su muerte en la Cruz, nos dio un ejemplo de amor por encima de toda medida humana. “Sic enim dilexit Deus mundum…” – “Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único” (Jn 3, 16).
Todos los deberes para con el prójimo —individuales, familiares y sociales— giran en torno a dos virtudes fundamentales: caridad y justicia.
En cuanto a los deberes de caridad, existe un precepto especial de amar al prójimo con amor de caridad sobrenatural externo e interno.
1º. Hay un amor puramente natural por el que se ama al prójimo por sus dotes o cualidades naturales, ya sean de tipo material (belleza, fortuna, etc.), ya de tipo espiritual (ciencia, ingenio, arte, etc.). Y hay otro amor estrictamente sobrenatural por el que se le ama por Dios y para Dios, o sea, en cuanto hijo de Dios, hermano en Cristo, templo del Espíritu Santo, etc. El precepto se refiere exclusivamente a este amor sobrenatural.
2º. Por prójimo entendemos todas las criaturas de Dios capaces de la gloria eterna; o sea, todos los hombres del mundo sin excepción
3º. Este amor sobrenatural al prójimo ha de albergarse siempre en el corazón (amor interno) y ha de manifestarse al exterior (amor externo) siempre que se presente la ocasión o lo requiera el caso: “Hijitos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad” (1 Jn 3,18).
No bastan, por consiguiente, los actos meramente externos de caridad, practicando, v.gr., las obras de misericordia o de beneficencia. Es menester que vayan acompañados de los actos internos, deseándole al prójimo sinceramente toda clase de bienes—sobre todo la salvación eterna de su alma—, alegrándonos de su prosperidad y compadeciéndonos de sus adversidades. No olvidemos que la religión cristiana no se reduce a una serie de actos y ceremonias externas, sino que ha de practicarse, ante todo, “en espíritu y en verdad” (Jn 4,23).
Por la especial dificultad que puede haber, vamos a examinar con más detalle de qué manera obliga el precepto de la caridad con relación a los propios enemigos.
Es evidente que no se nos manda amar a los enemigos precisamente porque lo son, sino únicamente a pesar de ello. Tampoco se nos exige amar a los enemigos con afecto sensible como amamos al amigo; porque la caridad para con los enemigos es estrictamente sobrenatural y, por lo mismo, no es necesario sentirla en la parte sensitiva y pasional: basta que se anide de veras en el fondo del corazón y se manifieste exteriormente en una forma que podemos concretar así.
a) El amor a los enemigos obliga a deponer todo odio de enemistad y todo deseo de venganza.
b) El precepto de amar a los enemigos obliga a otorgarles ordinariamente los signos comunes de amistad y afecto, y, en determinadas circunstancias, incluso los signos especiales. Se entiende por signos comunes de amistad los que se ofrecen de ordinario entre vecinos, conocidos y personas de buena educación (el saludo, responder a sus preguntas, etc.). Signos especiales son los que no suelen ofrecerse a todos, sino únicamente a los familiares y amigos (conversar familiarmente, visitarse, escribirse, etc.).
c) El precepto de amar a los enemigos obliga a procurar la reconciliación lo más pronto posible.
En el Corazón de Jesús se encuentra la plenitud de toda caridad. Es el horno ardiente de caridad (Letanías). De ahí sacamos nosotros la gracia necesaria para amar al prójimo, especialmente cuando las circunstancias nos lo hacen más difícil. Que Cristo nos haga conocer el amor de Dios por cada uno de nosotros para imitarle y servirle amando a los demás y practicando las obras a las que nos mueve la caridad: “Cáritas Christi urget nos” – “El amor de Cristo nos urge” (2Co 5,14).
Fuente: Antonio Royo Marín, Teología Moral para seglares, Tomo I, Libro III, Tratado I, Sección I, Capítulo I.
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