«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

miércoles, 21 de agosto de 2013

Cuando las palabras no significan nada (I)

Son numerosos los autores que, desde diversas perspectivas, se han ocupado de la relación entre lenguaje y pensamiento. Todos ellos subrayan que, si bien es cierto que los cambios en el terreno de las ideas se manifiestan necesariamente en un nuevo lenguaje, no lo es menos que el lenguaje sirve como instrumento privilegiado a la hora de promover la mutación en las mentalidades y en las actitudes ante la realidad. Además, por la carga emocional que conllevan, las palabras adquieren, en cada contexto, un sentido que no tienen aisladamente o en otro escenario cultural. Con razón se ha dicho que “cambiar de lenguaje es cambiar de alma” porque, además de la relación objetiva de las palabras con las ideas y las realidades concretas, aquéllas están matizadas de una carga emocional que provoca reacciones más allá de lo estrictamente racional.

Pero situando el problema en su fundamento, la consideración que merece la relación entre palabra y concepto se deriva de una posición filosófica previa. Para el nominalismo, que se encuentra en la base de todas las ideologías modernas, no existe otra realidad que lo singular y el entendimiento no conoce más que lo individual, por tanto las disciplinas que se ocupan de los universales carecen de consistencia y apenas son otra cosa que juegos de palabras.

Por el contrario, es una conquista de la filosofía clásica, sostenida después como proposición fundamental por la filosofía cristiana que el verbo vocal se adecua al concepto y éste guarda relación directa con la cosa pensada pues la abstracción encuentra su fundamento en la estructura misma del ser y no es simple especulación del sujeto cognoscente (más o menos respaldada en la realidad de acuerdo con la teoría que la explica). No hay ruptura, pues, entre el ser, el concepto y la palabra, aunque, evidentemente el hombre pueda interferir en el proceso con el error o la mentira (que en última instancia, no son sino falta de adecuación entre estas tres instancias).

La cuestión filosófia tiene repercusiones sustanciales para la teología. Entre los nominalistas no queda lugar para la metafísica ni para la teodicea. El Dios de los metafísicos, decía Ockham, no es sino el más universal de los universales y, por tanto, nada. Si, además, se sostiene que las fórmulas verbales recogen solamente la aprehensión subjetiva en vez del contenido del ser, la teología se disuelve en pura psicología religiosa y la dogmática en historia del dogma. El historicismo llega a formulaciones extremas en  la pretensión, como la del entonces teólogo Ratzinger, de confinar determinados pronunciamientos magisteriales al momento en que fueron emitidos careciendo de cualquier efectividad posterior:
[Instrucción  Donum Veritatis] afirma – tal vez por primera vez tan claramente – que hay decisiones del Magisterio que no pueden ser la última palabra sobre una materia como tal, sino un anclaje importante para el problema, y sobre todo una expresión de prudencia pastoral, una especie de disposición provisional. Su contenido sigue siendo válido, pero los detalles en los que las circunstancias de tiempo pueden haber influido necesitan correcciones más tarde. En referencia a esto, se puede pensar así tanto de las declaraciones de los papas del siglo pasado sobre la libertad religiosa como de las decisiones antimodernistas de principios de siglo (L’Osservatore Romano. Edición semanal, 27 de junio de 1990, p. 9) [1]
La condena del historicismo dogmático no prescinde de las dificultades que supone la relación entre las verdades objeto de la fe y su expresión en fórmulas dogmáticas. En ese sentido, Pablo VI estuvo sorprendentemente acertado cuando caracterizó a la Iglesia como "tenaz" y "conservadora" del "patrimonio identico, esencial, constitucional de la misma doctrina de Cristo y profesada por la tradición auténtica y autorizada de la única y verdadera Iglesia", recalcando que este patrimonio lo conserva la Iglesia en fórmulas conceptuales y verbales "que nos obliga a mantener textualmente" (Homilía en Kampala, Uganda, 31 de julio de 1969). En cambio, con ocasión del discurso inaugural del Concilio (Juan XXIII, Gaudet Ecclesiae, 11 de octubre de 1962) se había difundido una peligrosa distinción entre el “depósito de la fe y “las formulaciones de su revestimiento y el modo de enunciarlo”, sin que apareciera en la mayoría de las traducciones que desde entonces circularon la expresión, presente en el texto oficial latino, “eodem tamen sensu eademque sententia” (“manteniendo sin embargo el mismo sentido y el mismo contenido”). Palabras que citan implícitamente un texto clásico de San Vicente de Lehrins, y a las cuales está ligado el concepto de la relación entre la verdad que hay que creer y la fórmula con la que se expresa [2].

Es difícil subrayar excesivamente la distancia entre el contenido del dogma y su “revestimiento” (la expresión ya remite a un añadido extrínseco) sin caer en presupuestos similares a los enunciados por Lutero. Para el heresiarca alemán la razón no es capaz de penetrar en el ámbito de la trascendencia y las verdades de fe son únicamente accesibles por medio de la Escritura, de modo que cada ser humano debe acceder directamente a ellas: ningún magisterio es capaz de enriquecerlas o explicarlas. Llevado el sistema a sus últimas consecuencias por obra de los sucesivos idealismos, están así puestas las bases para el relativismo y el historicismo dogmáticos que rebate Pío XII (Humani Generis, 12-agosto-1950).
De ahí que no tienen por absurdo, sino por absolutamente necesario, que la teología, al hilo de las varias filosofías de que en el decurso de los tiempos se vale como de instrumento, vaya sustituyendo las antiguas nociones por otras nuevas, de suerte que por modos diversos y hasta en algún modo opuestos, pero, según ellos, equivalentes, traduzca a estilo humano las mismas verdades divinas. Añaden en fin que la historia de los dogmas consiste en exponer las varias formas sucesivas que la verdad revelada ha ido tomando, conforme a las varias doctrinas e ideas que han aparecido en el decurso de los siglos (Dz 2.310 ).
En efecto, los términos empleados por las escuelas teológicas y por el magisterio de la Iglesia para expresar los conceptos doctrinales han sido a lo largo de la historia perfeccionados y aquilatados y se han producido innovaciones. Tampoco es posible hipotecarse con un determinado y efímero sistema filosófico como vehículo para la expresión de estas verdades. Pero, dicho esto, no puede ignorarse que los conceptos y términos acuñados a lo largo de los siglos “con unánime consentimiento por los doctores católicos” tienen su fundamento “en los principios y conceptos deducidos del verdadero conocimiento de las cosas creadas, deducción realizada a la luz de la verdad revelada que, por medio de la Iglesia iluminaba, como una estrella, la mente humana” (Ibid. cfr. Dz 2.311-12).
Abandonar dichas nociones y expresiones conduce al relativismo dogmático y es ya expresión del mismo. Un ejemplo clásico al respecto es el de la transubstanciación como formulación de la fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. La propuesta de palabras alternativas (transfinalización, transignificación...) destruye el dogma de fe, pasando de un sentido a otro, de una verdad a su negación.

Veremos en sucesivos artículos como la crisis sin precedentes en que vive inmersa la Iglesia Católica ha ido acompañada de sustanciales modificaciones en el terreno del lenguaje: supresión de la lengua latina acompañada de su reemplazo por traducciones de dudosa fidelidad; rechazo de la terminología escolástica, abandono de palabras (y, de los conceptos a ellos asociados) y transmutación semántica, hasta desembocar en un discurso ayuno de cualquier significado donde las palabras pronunciadas por los eclesiásticos contribuyen a la configuración de un universo sin finalidad ni sentido.

No en vano, como nos recuerda el episodio de la Torre de Babel, “la misteriosa eficacia del lenguaje para la confusión de las almas y para la dispersión de los pueblos aparece en los orígenes no menos claramente que, como reverso, su necesidad para explicar la formación del pensamiento y de la comunicación humana” (Rafael GAMBRA, El lenguaje y los mitos, Madrid: Speiro, 1983, pag. 10)


[1] Aunque sea una cuestión marginal a la principal que estamos tratando, conviene apreciar que la posición de Ratzinger salva los reproches que desde las ideologías progresistas se hacen a las posturas tomadas por los papas frente al liberalismo o al modernismo ya que, al menos, les concede que fueron expresiones de prudencia pastoral pero reduce a cuestión de tiempo la superación del magisterio de cada momento. La propuesta es sugerente para obviar, por ejemplo, las dificultades que plantea el magisterio conciliar y posconciliar -que tampoco está exento de dificultades ni podrá considerarse desde esta perspectiva un punto de llegada definitivo- pero nos parece una falsa solución que no va al fondo del problema.

[2] Con el tiempo se ha demostrado que las prevenciones de Romano Amerio eran acertadas (Cfr Romano AMERIO, Iota Unum, 34.8: El dogma y sus expresiones). En efecto, la reconstrucción de la redacción de aquel texto (presentada ya en 1984 por los historiadores Alberigo y Melloni), demuestra que en el texto original italiano, revisado personalmente por el Papa, no estaba el inciso. Fue añadido cuando se realizó la traducción al latín y en L'Osservatore Romano se publicó el texto original, sin los retoques aportados en el momento de la traducción, probablemente -como apostilla Amerio- por alguien con mentalidad tradicional que quiso limar el desliz de Juan XXIII. Todavía hoy el texto se usa en una u otra versión según se quiera subrayar la novedad o la continuidad de la enseñanza conciliar. Así, la pagina web del Vaticano opta por lo primero y omite el inciso: "Una cosa es la substancia de la antigua doctrina, del "depositum fidei", y otra la manera de formular su expresión; y de ello ha de tenerse gran cuenta —con paciencia, si necesario fuese— ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter predominantemente pastoral".