Una vez más, el resultado de las las elecciones celebradas en la región catalana, demuestra que la verdadera victoria ha sido de la abstención. Con un 30,40% se sitúa casi a la par del partido más votado. Y lo supera si contabilizamos votos nulos y abstenciones. El Gobierno que, finalmente se forme, apenas representará a algunas fracciones del resto del 69% de los electores.
Y no seré yo quien alabe a los que se quedaron en casa. La democracia liberal tiene, a mi juicio, muchas objeciones pero, si pone en nuestras manos la capacidad de abatir y designar gobiernos metiendo un papel en una urna de cristal, y no lo hacemos, la responsabilidad es nuestra, no del sistema. Por muy corrupto que sea. Que lo es. Basta recordar que de los partidos políticos que se presentaron a las elecciones (menos numerosos que en otras convocatorias), apenas sí se ha hablado de 4 ó 5. El resto no ha existido para los medios de comunicación a pesar de que el desafío separatista y la respuesta del 12 O diera protagonismo coyuntural a algunas organizaciones minoritarias.
Ahora bien, una segunda constatación no es menos demoledora: la opinión mayoritaria en Cataluña sigue optando por candidaturas que coinciden en su visión del hombre y de la política, aunque discrepen en cuanto al nombre de las personas que han de gestionar la cosa pública. Especialmente letal resulta el apoyo al nacionalismo parasitario que vive a costa del presupuesto del Estado, y a grupos radicales de izquierda. Al igual que ocurre en el resto de España, esta sociedad está podrida y el resultado electoral es la mejor radiografía.
El moderado crecimiento del PP, (que mejora levemente sus resultados incluso en medio de la crisis brutal que padecemos), demuestra las limitaciones de este partido incapaz de recoger votos en numerosas regiones de España; y en este caso, a pesar de las candidaturas de perfil bajo promovidas por Rajoy. Por otra parte, el electorado de izquierdas ha demostrado que sigue prefiriendo el mesianismo de republicanos, socialistas y comunistas a unas alternativa “dura”, españolistas en el discurso y radical en lo social como la propuesta por Ciudadanos o UPyD. Por otro lado, apenas se puede considerar una noticia positiva la falta de respaldo al plante secesionista promovido por el nacionalismo porque, desde el nuevo Gobierno, lo más probable es que éste pueda seguir gestionando su ofensiva en espera de una mejor coyuntura.
Pero, sobre todo, estas elecciones han demostrado una vez más (¿Cuántas van desde 1976?) que en España no existe nada ni remotamente parecido a lo que pudiéramos llamar un voto de identidad católica.
Los católicos españoles siguen optando mayoritariamente por el PP (en el caso de Cataluña, CiU) y el PSOE, fieles a las consignas oficiales que se les han hecho llegar sin viraje constatable durante los últimos años: “nada de partidos católicos, solamente debe haber católicos en los partidos”. La situación se agrava en Cataluña con el apoyo sin fisuras al independentismo catalán por importantes referentes de la Iglesia oficial. Las recientes intervenciones en ese sentido del obispo Novell, no pueden ser más pintorescas.
El resultado es la existencia de gobiernos sostenidos en las urnas por presuntos católicos que implantan desde el poder el laicismo más agresivo al tiempo que los obispos se convierten en los palmeros de un sistema cuyas consecuencias luego lamentan. Cada vez que hablan es para condenar los “avances sociales” a que nos conducen irremediablemente los políticos y aparecen siempre como los malos de la película, los que no se enteran de por dónde va el mundo. Otras veces, prefieren directamente ocuparse de asuntos de tanta trascendencia como la presencia de la mula y el buey en los Nacimientos, previamente cuestionada desde el Vaticano...
A mí me parece que el mejor análisis de estas elecciones, y de todas, ya se pronunció el 29 de octubre de 1933:
«En estas elecciones votad todos lo que os parezca menos malo. Pero no saldrá de ahí nuestra España, ni está ahí nuestro marco. Eso es una atmósfera turbia, ya cansada, como de taberna al final de una noche crapulosa. No está ahí nuestro sitio. Yo creo, sí, que soy candidato; pero lo soy sin fe y sin respeto. Y esto lo digo ahora, cuando ello puede hacer que se me retraigan todos los votos. No me importa nada. Nosotros no vamos a ir a disputar a los habituales los restos desabridos de un banquete sucio. Nuestro sitio está fuera, aunque tal vez transitemos de paso, por el otro. Nuestro sitio está al aire libre, bajo la noche clara, arma al brazo, y en lo alto, las estrellas. Que sigan los demás con sus festines. Nosotros, fuera, en vigilia tensa, fervorosa y segura, ya sentimos el amanecer en la alegría de nuestras entrañas».¿Y qué hacemos ante este panorama? Ya lo hemos dicho otras veces: los torpes intentos de reconciliar al liberalismo con el Catolicismo ponen de relieve la licitud y necesidad de una resistencia en el terreno cultural y político fundamentada religiosamente a pesar de la oposición de algunos eclesiásticos, por muy arriba que éstos se sitúen.
En la línea que ya apuntaba Vázquez de Mella:
«Cuando no se puede gobernar desde el Estado, con el deber, se gobierna desde fuera, desde la sociedad, con el derecho ¿Y cuando no se puede, porque el poder no lo reconoce? Se apela a la fuerza de mantener el derecho y para imponerlo. ¿Y cuando no existe la fuerza? ¿Transigir y ceder? No, no, entonces se va a las catacumbas y al circo, pero no se cae de rodillas, porqué estén los ídolos en el capitolio».